Agucemos el pensamiento
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Hace cien años, una plena alfabetización elemental constituía todavía objetivo retador para los gobiernos; hace unos cuarenta, se pensaba ya en la alfabetización informática (computer literacy); hace casi treinta, empezó a sonar la denominada alfabetización informacional (information literacy) y también nos planteábamos una necesaria alfabetización emocional… En nuestro tiempo, la necesidad que parece habernos explotado en la cara es la de agudizar o aguzar el pensamiento, generalmente subutilizado, desaprovechado, desperdiciado.

Es que hoy —sociedad de la información— resulta inexcusable un pensamiento discerniente, penetrante, riguroso, a salvo de mensajes sesgados e intenciones espurias; a salvo de machaqueo de asuntos, hipérboles, inferencias falaces, posverdades, grandilocuencias, tergiversaciones, cortinas de humo, falsedades, insinuaciones maliciosas, ambigüedades interesadas, incoherencias y demás. Claro, obviamente pesa lo volitivo; hemos de querer burlar el circundante deseo de manipularnos en los diferentes campos.

Preciso parece, sí, que la sociedad se alfabetice al respecto; una alfabetización —especie de posgrado en el atascado/adulterado movimiento del pensamiento crítico (critical thinking movement)— que nos permitiera evaluar debidamente la información y sortear así la abundante desinformación (desplegada, diríase, sobre la creencia de que la población es crédula y acrítica, y facilitada además por el progreso técnico). Décadas atrás, el denominado pensamiento crítico ya dibujaba un pensar de saludable calidad; pero este constructo ha resultado a menudo desnaturalizado para asociarlo al escepticismo, la crítica negativa o la mera penetración en los análisis.

Una nueva alfabetización, en efecto, a la que podríamos denominar “cogitacional” (destreza en identificar realidades, comprender, analizar, indagar, evaluar, discernir, inferir, argumentar, sintetizar, concluir, manejar los conceptos, leer entre líneas, percibir intenciones, detectar incoherencias y falsedades, adoptar en su caso una perspectiva sistémica…); o sea, en el afán de que —seres nosotros presuntamente inteligentes y lejos de tragárnoslo todo— pensáramos las cosas de principio a fin, con rigor, apertura mental, autonomía, disciplina, objetividad, perseverancia; que, con subordinación a la verdad, separáramos en definitiva con facilidad la información de la desinformación, y procesáramos debidamente la primera para llegar a las mejores posiciones y decisiones.

No, cogitar no es coitar aunque pueda hablarse —que ya lo hizo Goytisolo— de “cogitus interruptus”; cogitar es, sí, pensar, razonar, cavilar, reflexionar sobre la información de que disponemos (y la necesidad de más). En situaciones formales deberíamos pensar más y mejor, sin precipitar conclusiones, sin salirnos por las ramas o tangentes, sin inferir con ligereza, sin marear la perdiz, sin desviarnos del foco; con suficiente objetividad, penetración, detenimiento, serenidad.

Diríase que en el cole (en general) nos han educado (a mí en los años sesenta) para obedecer y para creer, más que para pensar; ciertamente pensamos de manera insuficiente/deficiente. Indaguemos e informémonos bien, y discurramos en consecuencia. Los individuos acríticos sucumben a la falsedad y la desinformación, y —entre otros perjuicios diversos en su trabajo y su círculo vital— cabe señalar (y aun subrayar) que torpedean el progreso de la sociedad.

¿Con qué obstáculos toparía/topa esta deseable alfabetización cogitacional? Aquí resulta imposible olvidar aquello —clásico— de que no se paga por pensar sino por trabajar, quizá impropio incluso del trabajo manual; aunque sí parece a veces —me lo parece— que un pensamiento de calidad en la ciudadanía no interesaría mucho a algunos de los poderes factuales, especialmente aquellos que más aprovechan la credulidad de los crédulos.

En los centros educativos se viene hablando, sí, del pensamiento crítico (incluso en los religiosos), aunque a menudo se altere o desvirtúe el concepto. Lo cierto es que, por ejemplo, hoy todavía encontramos personas de sólida formación curricular que reciben, empero, sonoros zascas al argumentar sobre temas generales, sea porque infieren con ligereza, porque se documentan de manera deficiente, porque adulteran conceptos, porque incurren en falsedades (acaso conscientemente, sí)…

Si en lo cogitacional no se nos alfabetiza, cabría apuntar también hacia una cierta autoalfabetización. ¿Cómo podemos, cada uno, mejorar la calidad de nuestro pensamiento? Para empezar, no se pierda de vista el despliegue: pensamiento lógico, conceptual, analítico, inferencial, argumentativo, conectivo, sintético, creativo, inquisitivo, exploratorio, abstractivo, sistémico… ¿Lo tenemos presente? Pero volvamos a la exigencia acaso más candente en nuestro tiempo: una ágil y precisa evaluación de la información. Tenemos el mantra del aprendizaje permanente, pero la calidad de la información a que accedemos resulta desigual, cualquiera que sea su soporte o su campo.

La información que nos llega, aparte de veraz o falaz, puede resultar incompleta, ambigua, disfrazada, sesgada, insinuante, interesada, dispersante, insidiosa… Parece deseable atender a las intenciones del informador, observar sus premisas, sus fuentes, su uso de analogías, metáforas e hipérboles, su descripción de las realidades; si se arroga la verdad y la razón, si tiende a equidistar y generalizar, si despliega inferencias atrevidas, si se va por las ramas, si adopta un delatador tono pretencioso… Este empeño de observación (y de voluntad, porque hemos de apostar por la objetividad) pronto dejaría de constituir un esfuerzo para tornarse hábito; por otra parte, todo resulta más fácil si hemos cultivado la intuición genuina, subestimado (desaprovechado) elemento cardinal de la inteligencia.

Y, claro, preguntémonos también nosotros si celebramos la información por su oportunidad y rigor, o meramente en la medida en que favorezca a nuestros intereses y expectativas; sí, porque la mente se adultera por el interés, como se estropea con la demencia, todo sin darnos mucha cuenta. Si respondiéramos con reflexión y sinceridad a esta pregunta, ya estaríamos autoalfabetizándonos un poco.

Cultivemos —ojalá— la capacidad de pensar hasta llegar a un cierto doctorado, hasta esquivar con soltura la falsedad y la desinformación… Hagámoslo, aunque es verdad que podemos tener desarrollada la capacidad y padecer empero episodios de bloqueo, por mor de entropía mental, acaso fruto de ocasionales perturbaciones endógenas. Compleja la cosa, prosiga la reflexión el lector interesado, manager o knowledge worker, que esa era la intención y no otra. ¿Nos precipitamos al dar por buena una información? ¿Procesamos la información al margen de nuestros intereses y prejuicios? ¿Facilitamos el trabajo a los manipuladores? ¿Queremos mejorar nuestro desarrollo como seres humanos inteligentes, o apenas nos lo planteamos?

José Enebral Fernández


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