Aquello de la integridad de los directivos
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Ya entrado el siglo XX, había yo leído y releído un libro (el de Cooper y Sawaf) sobre la inteligencia emocional de los directivos, cuando topé con un documento de la Fundación CEDE que me dejó algo perplejo. Claro, yo venía de la idea (la de Stephen L. Carter, profesor experto en Derecho y Ética, recogida en el libro referido) de que la integridad exigía distinguir entre lo que uno, en reflexión moral, consideraba justo o correcto, y lo que consideraba incorrecto o inicuo, y elegir luego lo primero, aunque supusiera algún coste personal; de que exigía además mantenerse en esa elección, aun en condiciones adversas. Parecía que a menudo se venía fallando desde el dilema inicial, si es que llegaba a plantearse.

Así las cosas, en mi afán de indagar y sintetizar, di con el documento de la Fundación CEDE (Confederación Española de Directivos y Ejecutivos) que, con el propósito de “clarificar el concepto”, recogía en 2011 una visión diferente de la integridad de los directivos; aquí se recogía la idea (de Michael C. Jensen, profesor emérito de Harvard) de que la integridad consistía en “hacer honor a la palabra dada”, salvo, al parecer, que las circunstancia cambiaran. Ciertamente esta integridad me pareció más asequible para los directivos; o sea, que podían considerarse íntegros al margen de la moral o la ética. Puedo añadir que por entonces Jensen había recibido en España el Premio “Economics for Management Lecture Series”, por su concepción de la integridad (por abaratarla, pensaba yo).

Al final del documento aquel se volvía sobre la figura de Jensen, para insistir en su punto de vista: “La integridad no es una virtud relacionada con la ética, la moral o la legalidad, sino que es una actitud positiva (fuera del contexto normativo de la ética y la moral) que conduce a unos mejores resultados en los propósitos perseguidos. Propósitos que desde el punto de vista individual se pueden orientar hacia la felicidad y, desde el punto de vista de una organización, hacia unos mejores resultados económicos”. Confieso que me pareció una formulación muy ad hoc, muy… conveniente, sí.

A ver, hoy soy bien consciente de que las cosas suelen ser complejas y de que lo son con frecuencia las decisiones a tomar por directivos y ejecutivos; pero, por entonces y desde mi punto de vista, ya me parecían desdibujados (si no vaciados o adulterados) conceptos como la calidad, el liderazgo, la innovación, la dirección por objetivos, la estrategia, el talento, la gestión del conocimiento, la destreza informacional o la responsabilidad social, de modo que seguí indagando. Recurrí a reconocidos expertos del management a los que consultaba por entonces (sus libros, claro); a Drucker y a Bennis.

Peter Drucker asociaba integridad y ética, y venía a decir que “la reputación y la integridad no aseguran nada, pero su ausencia devalúa todo lo demás”; también sostenía que “los subordinados pueden perdonar a sus superiores jerárquicos la ignorancia, la incompetencia o las malas maneras, pero no perdonan la falta de integridad, ni perdonan a la Alta Dirección el haber traído a tales directivos”. Decía asimismo —era ya el año 2000— que le horrorizaba la codicia de los ejecutivos, y subrayaba siempre la importancia de la integridad para la supervivencia de las organizaciones. Y encontré que, para Warren Bennis, la integridad era “la virtud que hace que un directivo empiece a ser un líder”. Bennis se refería a ella como “conjunto de estándares de honestidad moral e intelectual que rigen la conducta de una persona”. Y añadía: “No hay nada que destruya más la confianza de los empleados que la percepción de que los directivos adolecen de falta de integridad, es decir, que carecen de ética”.

También llegué a otro prestigioso experto, el canadiense Ray F. Carroll: “La integridad es un rasgo de carácter que abarca las virtudes cardinales, o sea, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza”. Asimismo sostenía Carroll que “la integridad no solo exige decir la verdad, sino también descubrirla”. Y en España… Pues aquí tenía yo recogidos pronunciamientos de personalidades de nuestro país, tales como José María López de Letona, Juan Miguel Antoñanzas, Carlos María Moreno, Antonio Argandoña, Julio Fernández-Sanguino, o Ángel González Malaxecheverría, que relacionaban la integridad con una actuación condicionada por la ética y la moral.

Claro, de mis reflexiones al respecto han pasado ya más de trece años, pero es que todavía hoy, si se acude a un buscador en Internet, no parece a primera vista que haya mucho más que añadir. Decía

Robert K. Cooper (en el libro a que me referí) que casi todos los directivos creen obrar siempre con integridad, y añadía: “Algunos directivos y profesionales creen que integridad es lealtad ciega y discreción”. Las particulares mentalidades de algunos de ellos también podrían llevar a creer, por ejemplo, que la profesionalidad supone satisfacer al superior jerárquico, y no tanto al cliente; de hecho, seguramente en no pocas grandes empresas se viene todavía predicando la orientación al cliente, mientras se practica la orientación al presidente. Y aquí iba a terminar la reflexión, en la confianza de que cada directivo, en cada caso, actúe conciliando, en su conciencia y en lo posible, compromisos, responsabilidades y principios éticos.

Sí, un apunte más, porque he recordado… Hubo otro documento que me dejó asimismo algo perplejo; era un documento del CESEDEN (El liderazgo, motor del cambio, de 2010) al que contribuían algunos militares, incluido el general Francisco José Gan Pampols, hoy objeto de expectación por su desafío político. A mí me sorprendió uno de los autores procedentes del mundo civil porque sostenía que Hitler no había sido un líder sino algo distinto: un “alborotador”. Yo pensaba (y hasta aún lo pienso) que Hitler fue un líder, un líder perverso, endiablado, nocivo en la máxima expresión, pero un líder; y sobre todo pensaba yo que, al menos en el mundo civil, lo importante era proponer y alcanzar juntos metas saludables, atractivas, de tal modo que la cosa no fuera tanto seguir al líder como perseguir las metas. En el mundo militar haría falta entonces un cambio y un motor del cambio, pero, quizá sobre todo, una precisa definición del cambio.

 

José Enebral Fernández


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