Parecerá licencia decirlo así y todo es según se mire, pero llevamos unos 25 años con la denominada “sociedad de la información”; por lo menos, ya en el escenario finisecular se empezaba a utilizar el buzzword en nuestro entorno profesional, como también se hablaba con insistencia del trabajador del conocimiento y la economía del conocimiento, y hasta se iba comprobando la convergencia de diferentes sectores industriales, fruto del avance de las tecnologías de la información y la comunicación, las TIC. Hasta entonces se había hablado de las TI, y ya se empezaba a hablar de las TIC.
Concretamente, uno siempre recuerda un Simposio celebrado en la primavera de 1999 en el Palacio Municipal de Congresos IFEMA-Madrid. Se habló de “La Sociedad de la Información para todos” y se dijo, por ejemplo, que estábamos transitando de la “sociedad de consumo” a la “sociedad de consumo de información”. Aunque en la oficina estaba andaba yo conectado a un Business Briefing Service, apenas me funcionaba por entonces en Internet el correo electrónico; pero sí que se empezaría a hablar pronto de e-commerce, de e-learning… No, no teníamos idea de hasta dónde llegaría aquello de la sociedad de la información (como ya sonaría raro lo de las “redes sociales” cuando se escuchaba por primera vez, quizá en 2008 o 2009).
Hoy no somos conscientes la cantidad de información que se halla en Internet; no sólo para requerimientos profesionales cotidianos, sino igualmente para curiosidades o necesidades personales. La cuestión es disponer de la destreza necesaria (una mezcla de varios componentes; entre ellos, habilidad informática, internética e informacional, agudeza indagadora, actitud crítica, intuición genuina, perseverancia y hasta una dosis del valioso don serendípico que a veces nos asiste y solemos llamar suerte).
Creo que todavía hay personas que no distinguen bien la habilidad informática de la informacional y la informativa (como también recuerdo ahora que, cuando hablé a un cliente del pensamiento “sistémico”, con sutileza me corrigió hablando del pensamiento “sistemático”), pero, aun resultando tan oportuna como intencionada la alusión al manejo de conceptos, sigamos enfocando la sociedad de la información, a la que también nos referimos con la etiqueta “sociedad de la desinformación”. En verdad no es oro todo lo que reluce en Internet y los medios en general; la información parece desplegarse muy dotada de propósito, pero a menudo de propósito espurio.
Resulta muy sencillo engañarnos, aunque constituya misión imposible lo de convencernos de haber sido engañados. La cuestión es dar con la verdad o, al menos, detectar la falsedad. Se pide profesionalidad y sinceridad a los que comunican e informan, pero es que pueden haber sido igualmente engañados, como pueden moverles intenciones ocultas y aun perversas (a las que parecemos habernos acostumbrado). Lo más seguro es que cultivemos todos el pensamiento crítico y evaluemos debidamente, meditadamente, la información que nos rodea.
También hay que seguir enfocando lo del “pensamiento crítico”, porque no se trata de un pensamiento inquisidor ni escéptico, sino más bien inquisitivo y aséptico; vaya, que se trata de ser básicamente objetivos al perseguir la verdad, y no tanto de ser obstinados persiguiendo el fallo o error. En estos párrafos enfocamos la calidad de a información, paralelamente a destacar la enorme cantidad que se nos transmite, o que se pone a nuestro alcance.
Es mucha, muchísima… Me decía un colega ya jubilado que, en su deseo de estudiar la historia familiar, había podido descubrir en Internet la identidad de las ramas (“sanguíneas y no sanguíneas”, decía él) de los abuelos que no conoció y que sus hermanos y primos desconocían; se sentía muy satisfecho porque había datos muy interesantes. Había llegado, en algún caso, al siglo XVIII, y hasta accedido a certificados manuscritos del siglo XIX que le resultaban curiosos, ilustrativos. Sin salir de casa y sentadito ante el portátil, había atado cabos y hecho interesantes hallazgos, de modo que decidió escribir la memoria familiar (creo que despertó elevado interés en su entorno, aunque sobre todo en los igualmente jubilados).
Uno mismo ha comprobado que disponemos de hemerotecas de medios impresos muy antiguos, como de diversas páginas genealógicas que ofrecen una primera información gratuita, por no hablar de las conexiones familiares lejanas (o con viejos amigos, con compañeros de colegio, etc.) que podemos materializar en redes sociales, a veces para satisfacción mutua. Claro, hablamos con gran prevención y reserva de las redes sociales, pero la idea original era buena hasta que, en alguna medida y rápidamente, se adulteró.
Recuerdo haber advertido a un usuario de Facebook que la información que publicaba en ese momento era un bulo; él —persona empero respetada en su entorno— me vino a decir que no me fijara en el dedo sino en la Luna. De modo que ya entonces tomé mayor conciencia de la corrupción en redes sociales, incluso por parte de individuos teóricamente (por su perfil profesional) vinculados a la Verdad. La cuestión es que los bulos circulan, junto a posverdades, errores, inferencias sesgadas, ligerezas conceptuales, retóricas corporativas, sutilezas enturbiadoras, etc.
No cabe generalizar, pero hay en la sociedad gran número de individuos amenistas, acríticos, asintientes ante la información que les encaja o conviene, y que sin embargo recelan de la información que les incomoda (al margen de su posible marchamo de veracidad). Desde luego la sociedad de la información resulta de sólida utilidad a quienes son relativamente conscientes de sus propios prejuicios, contrastan la información y cultivan más la duda que la seguridad; se diría que es el precio a pagar por estar bien informados: desplegar el pensamiento crítico. De otro modo, estaremos informados, pero mal informados.
En estas reflexiones no estamos empero poniendo tanto el foco en los agentes activos y pasivos de la información, como en la información misma. Hay tal cantidad de información ofrecida que resulta inimaginable. Claro, una buena parte se produce con ánimo persuasivo; pero también hay información neutra, objetiva, sin otro ánimo que el de informar a los curiosos, a los interesados, a quienes se aproximan con ánimo discente.
Si nos situamos en el puesto de trabajo, en muchísimos casos tenemos la información como herramienta. Claro, hace 25 años podíamos pensar que la herramienta era el ordenador; pero hoy el ordenador, como el teléfono, viene a ser una prolongación de nosotros mismos. Sin estos periféricos nos sentimos incompletos. Veamos, pues, a la información como herramienta, y pensemos en los resultados al utilizar malas herramientas.
Este es el mensaje: nuestra efectividad personal y profesional depende de la calidad de la información que asumimos. Diríase que no es la fuente, o el envoltorio, o la formulación, o las consecuencias, lo que hace buena una información, sino su oportunidad, veracidad, intensidad, univocidad… Cabe, sí, desconfiar de los abusos retóricos en la comunicación cotidiana, porque podrían estar delatando pobreza de argumentos, falta de solidez en el mensaje, afán de persuasión… Y aquí lo dejamos. La sociedad de la información ha sido adulterada, como la democracia o la religión, pero podemos hacer menos vulnerables nuestras inteligencias.
José Enebral Fernández