Fortalezas… veritacionales
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Sociedad de la información, sí, pero lo cierto es que informarse debidamente puede resultar complicado. Complicado, porque a menudo se nos disfraza la verdad; se nos ofrecen, sí, alternativas engañosas formuladas con cierto arte. En realidad, siempre se ha falseado la verdad, no es nada nuevo; sin embargo, el flujo de información ya nos desborda y lo hace asimismo la denominada posverdad (la falacia, la sugerencia artera, las inferencias torcidas, el bulo). Sucede así tanto en el ámbito económico-profesional como en la vida ciudadana; sencilla o compleja, la verdad parece resultar, sí, muy frecuentemente devaluada, preterida, desdeñada, relativizada.

Con la expansión de la economía del conocimiento, con el vertiginoso avance de la informática y las telecomunicaciones, las organizaciones, recordémoslo, fueron tomando en aquellos años noventa mayor conciencia de lo esencial de cultivar el saber; de la importancia de extraerlo debidamente de la información y hacerlo fluir. Surgieron por ejemplo los IMS (Information Management Systems), los KMS (Knowledge Management Systems) o los LMS (Learning Management Systems), y desde luego comenzó a extenderse la necesidad de contar con sólidas certezas técnicas que nos permitieran resultar más efectivos y reforzar la competitividad.

Hoy, unos 25 años después, fluye ciertamente una enorme cantidad de información; fluye para informarnos y para desinformarnos. Cada asunto resulta particular pero aproximarse a la verdad plena en casos de complejidad es algo que requiere… No, no basta con una iniciación suficiente en cada área, destreza informacional y un propósito firme; en sinergia con todo ello y según el caso, habríamos de desplegar actitud indagadora, conciencia de los propios sesgos, perspicacia, pensamiento crítico, perspectiva holística y sistémica, flexibilidad cognitiva, intuición genuina… Habilidades (capacidades) aparte, hay ciertamente un paquete inicial de fortalezas personales —digamos veritacionales— que, catalizadas por la voluntad, contribuyen decisivamente a aproximarnos a la verdad perseguida.

(La voluntad es una fuerza muy poderosa —lo destacaba Einstein, por ejemplo—, aunque lo es tanto para perseguir la verdad como también para buscar argumentos en defensa de nuestros intereses y nuestras tesis. Nosotros enfocamos aquí la búsqueda de información veraz —favorable o no—, y hablamos de fortalezas en pretendida sintonía con el positive psychology movement).

Claro, no todos lucimos tan fortalecidos y así ocurre que la verdad —la auténtica— se nos escapa, incluso sin sentir conciencia de ello. En las organizaciones se habla acaso de destreza o pericia informacional (acudir a fuentes solventes, interpretar, contrastar, conectar, sintetizar…), aunque puede que en el pasado se haya estado reduciendo a una mera habilidad informática y obviando lo demás. También cabe hablar desde luego de habilidad meramente informativa, muy valiosa; pero pensemos en la deseable excelencia informacional y, concretando, pensemos en llegar a conclusiones sólidas, valiosas y veraces tras nuestras consultas.

Sin duda hemos de situar la mirada sobre quienes con regular frecuencia emiten información (descripciones e informes técnicos, descubrimientos y novedades, noticias, reflexiones analíticas, estadísticas, publicidad…): afloran inquietudes, afanes, intereses, convicciones y sentimientos diversos que modulan el contenido formulado y hasta llegan a desvirtuarlo (incluso conscientemente). Pero tomemos aquí de modo especial la perspectiva de receptores de información; receptores a quienes pueden llegar diferentes sucesivas versiones de la misma realidad, tras superar la tentación de quedarse con la primera de ellas.

Las personas, en correspondencia con nuestro crecimiento y desarrollo, albergamos el compromiso moral de distinguir entre verdades y falsedades; lo albergamos, en efecto, por mucho que a menudo se nos olvide, que las realidades nos lleguen disfrazadas, que la mentira se presente ya de un modo altamente artístico (cautivador, conveniente, sugerente, alentador), y que el entorno se halle bien servido de adalides manipuladores en lo social, económico, político, mediático, profesional, deportivo, religioso…

No cabe generalizar, pero quienes —en los medios y cada día en mayor medida— articulan posverdades lo hacen al servicio de sus intereses e intenciones; maquillan realidades, inventan, ocultan hechos, tergiversan datos, infieren con ligereza o engaño, argumentan sin rigor, deslizan falacias, reducen la complejidad a falsos dilemas, proponen atrevidas conexiones o analogías, utilizan imágenes distorsionadas, despliegan ambigüedades calculadas, se dan a la hipérbole y la desproporción, construyen convenientes relatos, insisten e insisten… Cuentan con seguidores que, por motivos diversos, sintonizan y se muestran asintientes, crédulos, satisfechos de que se lo den ya pensado.

Cuidado también ante quienes, con vehemencia, se muestran poseedores de la verdad y la razón; por muy seguros que, oralmente o por escrito, se manifiesten, por mucha desmesura a que la convicción o el propósito les lleve, no habríamos de olvidar aquello de Boileau: “La verdad nunca tiene un aspecto impetuoso”. No obstante, tampoco olvidemos que la falsedad, la falacia, la sugerencia artera, se deslizan asimismo con sutileza, ironía, gracejo y aun sottovoce.

Al respecto y desde luego, la intuición genuina resulta determinante para, por ejemplo, leer entre líneas, advertir indicadores, detectar intenciones ocultas… Si no lo hiciera directamente la razón, la intuición nos detiene ante posibles piruetas dialécticas, pronunciamientos falaces, argumentos retorcidos, conexiones forzadas, inferencias artificiales o abstracciones delirantes; si genuina, la intuición viene a constituir un recurso precioso que no cultivamos. Pero sigamos enfocando la información, y no solamente la digitalizada.

En los libros —libros de empresa, libros para directivos— podemos dar con formulaciones de las que tal vez hacen fruncir el ceño a más de uno, y acaso aplaudir a más de dos. Uno recuerda —experiencia personal— haber topado hará más de diez años con un texto (muy celebrado en sus presentaciones) que, ya desde el principio y en la tarea del directivo, destacaba el peso de gestionar la incompetencia de sus subordinados; que incluso desplegaba diez o doce supuestas incompetencias habituales (despiste, torpeza, distracción, pasotismo…); que repetía aquello de “con estos bueyes hay que arar”; y que —así lo recuerdo— consideraba asimismo que “lidiar con humanos” venía a ser complicado porque “tienen edad, sexo y carácter”.

Me sorprendió que el libro fuera tan celebrado porque, más allá del principio de Peter, sentí preterido el competency movement de McClelland; pero la cuestión planteada es que en paralelo podíamos dar con otros libros muy difundidos que instaban al empowerment, a la toma de decisiones en el nivel más bajo posible, al reconocimiento y aprovechamiento del capital humano. En efecto, hay autores —sin duda hay asimismo empresarios y directivos— que perciben al trabajador de nuestro tiempo como un activo y no tanto como un mero “recurso humano” (acaso porque el individuo tienda a conducirse tal como es percibido).

En definitiva, con este recuerdo personal traído uno propone, más allá de analizar modelos mentales en el management, hacer lecturas analíticas y aun sintópicas (comparativas) en la información que consultamos (o que nos llega, sea en impreso o en digital), siempre teniendo claro qué vamos buscando y para qué. Ello sin perjuicio de paralelos descubrimientos serendípicos (casuales) que nos interese dejar archivados para futuras necesidades (al ponerse a buscar, uno puede topar con lo que no busca pero sí celebra encontrar).

No era caprichoso, sino obligado, traer aquí lo de los modelos mentales —esas mentalidades nuestras fruto de lo memético, lo genético y lo demás—, porque cada uno percibe el mundo a su particular manera, como es bien sabido; o sea, que no solo hay verdades y mentiras, también hay diferentes formas de percibir la realidad. En perjuicio de la verdad se halla la mentira, aunque también el error y la particular percepción de cada uno… Pero el lector estará probablemente percibiendo buena dosis de obviedad —perogrulladas— en todas estas reflexiones: enseguida terminamos.

Resulta empero inexcusable detenerse finalmente en lo del adecuado, efectivo, conveniente uso de la supuesta verdad alcanzada (por ejemplo, para no malograrla); esto es importante y demanda un adicional paquete de fortalezas que podemos seguir llamando veritacionales. Sin duda parece sobrar la precipitación —como asimismo la correspondiente arrogación— al desplegar nuestra verdad; en cambio resultan bienvenidas la prudencia, la empatía, la templanza, la prevención, la amplitud de miras, el sentido de oportunidad… El lector sabrá completar la lista —esta y aquella otra del principio—, pero uno querría traer aquí una experiencia más, para concluir ya la reflexión; una experiencia que acaso resulte ilustrativa y aleccionadora.

Hará unos cinco años, en un entorno religioso me hicieron prometer de modo solemne (como a otros antiguos alumnos) la defensa de la verdad —defensa “a toda costa”— y francamente me pareció un exceso inusitado, un desatino, por mucho que uno valore desde luego la verdad y la sinceridad. Sin perjuicio de las convicciones albergadas y la saludable asertividad que nos caracterice, tal vez haya que cultivar bien la humildad, la prudencia, la templanza… En todo caso, estos párrafos solo pretendían alertar y alentar; alertar sobre la creciente preterición de la verdad, y alentar la reflexión en torno a nuestra dignidad de personas discernientes.

 José Enebral Fernández


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