Carrusel reflexivo en torno a la autoexigencia
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La autoexigencia parece ser vista a menudo por los psicólogos con cierta prevención, como una suerte de exceso en que no incurrir, alineado con el perfeccionismo; pero sin duda resulta saludable el afán de hacer las cosas todo lo bien que sabemos y hasta saborear el resultado evitando la complacencia. Sin perder de vista el conjunto competencial que demande el puesto ocupado, cabe detenerse, sí, en lo volitivo, en el íntimo deseo de esmerarse y saborear el resultado, por perfectible que sea cualquier tarea realizada. Se diría que sólo en contadas ocasiones nos sentimos realizados e íntimamente satisfechos al concluir un trabajo, ya se trate de un informe, una venta, una presentación, un diseño, un servicio, un trabajo manual, una negociación, una solución idónea que no genera nuevos problemas…

A veces uno mismo se plantea íntimos desafíos en su trabajo, por la mera satisfacción de ver superado el reto; aunque también se esmera uno para observar reacciones en entornos receptivos (lo que no parece aconsejable cuando se ve rodeado de mediocridad militante). De todos modos y en estos casos de autoexigencia, quizá no hay tanto un por qué o para qué, como un íntimo compromiso de identidad que nos impide instalarnos en el mero cumplimiento. Ciertamente parece saludable, aunque quepan considerandos, cautelas, objeciones.

Me decía —quizá oportuno ejemplo— un docente diseñador de guiones interactivos para e-learning que, en los storyboards que pasaba a producción, ponía todo su empeño en facilitar el aprendizaje con el mínimo esfuerzo; que procuraba ser efectivo, claro, conciso, pulcro en sus diseños, revisándolos una y otra vez antes de pasarlos a producción. Sin embargo observaba que, así como él trabajaba con significados, los técnicos de producción lo hacían meramente con significantes y restaban efectividad en favor de un cierto efectismo tecnológico (al parecer aquellos proyectos dependían jerárquicamente de los tecnólogos y no tanto de los docentes, como si tocara exhibir tecnología).

En efecto y en su empeño de excelencia, el individuo puede chocar con el sistema, con la cultura, con la organización, debido a una falta de sintonía en las metas perseguidas, aunque sin descartar otras causas. No estoy seguro de que la mencionada prevención de los psicólogos fuera exactamente por aquí, pero de aquí puede surgir una buena dosis de frustración profesional, cuando la calidad se proclama y venera oficialmente pero lo cotidiano desconcierta.

En las empresas y por ejemplo, se habla de orientación al cliente, aunque en determinados sectores y ocasiones parece preterido el usuario, y además la atención puede dirigirse más al presidente que al cliente; se habla de innovación, aunque tal vez no se pase de una renovación técnica o una modesta mejora en los procesos; se habla de calidad, aunque a menudo se interpreta con ligereza, acaso fundida/confundida con una cierta/incierta homologación; se habla de objetivos, aunque se trabaje más por motivos; se habla de éxitos aunque, acaso por aquello del optimismo corporativo, a veces se proclaman algunos no alcanzados aún; se habla de recursos humanos, aunque se tiende a ignorar el concepto genuino de capital humano…

Sí, sin duda hay muchas empresas ejemplares, inteligentes, excelentes, con una cultura de servicio a la sociedad e incluso adelantándose a sus expectativas y necesidades; con un liderazgo más catalizador que capitalizador; con bastantes más nueces que ruido. Hay empresas que esperan de sus empleados mayor dosis de inteligencia y conocimiento que de obediencia y seguimiento ciego de los protocolos, que valoran el esmero personal y lo propician, que cultivan la creatividad y persiguen la prosperidad, que se adaptan bien a las circunstancias cambiantes, que atienden a la sinergia de esfuerzos y hacen fluir la actividad como máquinas precisas y bien engrasadas, que saborean la calidad de sus productos o servicios aunque esperan a que la proclamen los stakeholders.

Hay, sí, empresas en que, sin descartar fallos y espacios de mejora, se disfruta de las cosas bien hechas, hechas con esmerada autotelia, diríase que con arte; que ven y van más allá de las cifras anuales y aseguran las futuras. Así en muchos sectores: el vino, el turismo, el automóvil, la construcción, la hostelería… A la vez, claro, en todos los sectores puede imperar alguna dosis de exotelia, y hasta con alguna perplejidad hemos conocido algún bodeguero que parecía más atento al ebitda que a los caldos conseguidos.

En ocasiones (ya se hablaba empero con suficiente fundamento de un management científico, refiriéndose todavía al trabajo manual) se ha dudado de que el management constituya propiamente una ciencia. Al respecto uno añadiría que, aunque en ocasiones se manifieste con alguna tosquedad, en otras vemos a los managers como verdaderos artistas y al management como arte; un arte que supera la idea genuina de excelencia empresarial, que incluye saboreo del alto rendimiento, como del aprendizaje y progreso individual y colectivo. Hay, sí, un nivel que podemos considerar artístico en el management, como lo hay en el desempeño cotidiano de cada individuo, sea cual fuere este (espectacular maestría, virtuosismo, de algunos operarios); se trata de ese nivel que produce, sí, saboreo interno y admiración en el entorno.

Hace casi 20 años, ya interesado en la Psicología Positiva a través de Csikszentmihalyi, di con la selección de Seligman, la lista de las 24 fortalezas universales, y creo que no me detuve lo suficiente en algunas de ellas. Quizá, sin dejar de asentir ante las demás (prudencia, integridad, liderazgo, valentía, civismo…), cabe detenerse en la que habla de la satisfacción y aun disfrute ante la belleza y la excelencia. Aquí conectaríamos con la sensibilidad ante las manifestaciones artísticas, pero asimismo ante lo que está muy bien hecho, rozando la perfección aunque resulte perfectible. No, no se trata de una fortaleza tan extendida; de hecho, muchos podemos pasar por el cuadro de Las Meninas sin leerlo, sin atender a su geometría, sus significados, sus luces.

Claro, en lo cotidiano podemos hablar asimismo de malas artes, de malas prácticas ante las que acaso elevamos las cejas más allá de fruncir el ceño. También el engaño, el fraude, el delito se llega a hacer muy bien. Aquí conectamos con otra fortaleza personal de la lista de Seligman, la del buen juicio, que nos permite separar lo correcto de lo incorrecto, por muy artísticamente bien que esto último se nos presente. Claro, como no todos cultivamos el pensamiento inquisitivo, objetivo, crítico, algunos sucumbimos al hechizo… Pero no prolonguemos este párrafo digresivo y sigamos en las buenas artes.

Uno —ya en el escenario doméstico y para terminar— se maravilla de lo bien que están hechas algunas series de televisión: un relato que atrapa sin escapatoria, un magnífico guion totalmente creíble, una interpretación impecable, una dirección exigente hasta el mínimo detalle, un doblaje magistral, un acompañamiento técnico/artístico al servicio del proyecto… Quizá se maravilla uno más por simple comparación con otras que seguramente trabajan con presupuestos reducidos.  Así en las empresas: uno ha conocido algunas con grandes recursos que apostaban por la excelencia auténtica, y asimismo otras de perfil bien distinto y a menudo con más ruido que nueces.

José Enebral Fernández


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