Sin duda —de actualidad el tema por la aprobación de la nueva ley— se habría de reflexionar sobre muy diversos aspectos de la educación escolar que concebimos para los niños y jóvenes. Estos se incorporarán después a la actividad económica, pero igualmente cabe desde luego pensar en su perfil personal y ciudadano, en los valores que habrán de cultivar en las diferentes facetas de su vida. Educar en valores es una inquietud de las familias y los gobiernos, y a ello se aplican asimismo las Iglesias —con sus propias escalas o prioridades— en los colegios religiosos.
En efecto también es tema que importa a las organizaciones, que buscan perfiles específicos para sus directivos y trabajadores, y aun suelen hacer su propia declaración pública de valores. Se habló además de una cierta dirección por valores, que algunos quisieron percibir como alternativa a la tradicional dirección por objetivos (sistema de gestión que con frecuencia se ha venido desvirtuando en la aplicación). En definitiva, las empresas exhiben sus valores y asimismo valoran fortalezas y capacidades en su personal. A este respecto y sin perjuicio de lo más técnico, se ha venido destacando la creatividad, la iniciativa, el compromiso, la inteligencia social, la mente abierta, el buen criterio, la flexibilidad cognitiva, la orientación al servicio…
Sin duda hemos de situar el foco en la niñez y juventud, en lo que se nos enseña a valorar y cultivar. Uno, sin menoscabo de la gratitud y el buen recuerdo de su colegio, tiene la percepción personal de haber sido educado allí, en los años sesenta, para ser un buen empleado. Se hablaba de ser “buenos cristianos y honrados ciudadanos”, aunque acaso se apuntaba especialmente a la condición de “recurso humano” (sin que se manejara entonces todavía tal expresión). Al margen de lo doctrinal y el progreso en el aprendizaje, se valoraba la disciplina, la docilidad, la sumisión, la sinceridad, el raciocinio técnico, la memoria, el esfuerzo, la diligencia… En lo cotidiano, nos resultaba ciertamente provechoso obedecer y decir la verdad; nos evitaba castigos y otras humillaciones públicas (eran otros tiempos).
Quizá hoy se educa más en la idea de “capital humano”. Parece esperarse de los jóvenes un crecimiento-desarrollo bien visible, una transición ágil de júniores a séniores, una maduración temprana de modo que se pueda alcanzar o exhibir pronto una suficiente dosis de autoconocimiento y autocrítica, dominio personal, responsabilidad, creatividad, destreza informática e informacional, orientación al logro y al bien común, buena comunicación, sociabilidad, afán de seguir aprendiendo, perseverancia, intuición, compromiso, buen juicio, espíritu de equipo, apertura mental…
Los expertos añaden, claro, más fortalezas a la idea de desarrollo personal y el lector las tendrá en mente; por ejemplo y siempre con los matices correspondientes, hablaríamos también de generosidad, liderazgo, conciencia política, civismo, perspectiva y prospectiva, humildad intelectual, respeto y sintonía con la diversidad, alineación con la igualdad de derechos, sensibilidad medioambiental y artística, empatía cognitiva y emocional, prudencia, subordinación a la verdad y la razón, versatilidad laboral, ecuanimidad, rigor conceptual y cogitacional, capacidad de análisis y síntesis, solidez argumental, integridad, resistencia a la adversidad y aun buen humor, entre otras.
Habíamos hecho referencia a ello y ciertamente puede que en nuestros colegios religiosos se haya enfocado valores tenidos por fundamentales y aun por innegociables (“De iis haud licet bonis disputari”, Sacramentum Caritatis, Benedicto XVI, 2007), tales como los modelos propios en torno a la vida, la familia, la libertad y el bien general; pero sin duda se han seguido cultivando asimismo fortalezas universales como las apuntadas. No obstante, todavía en la educación, sea laica o religiosa, parece haber algunas asignaturas pendientes, considerando las necesidades que han ido apareciendo en relación con las diferentes facetas de nuestra vida y sin olvidar las dificultades emergentes relacionadas con nuestra convivencia en sociedad. Se diría, por ejemplo, que ahora somos una particular sociedad de consumo, de consumo de información, y que con frecuencia nos sentimos empero desinformados.
En muchos casos hemos sido educados más en el qué pensar, que en el cómo hacerlo; es decir, en dejar que otros piensen por nosotros, que nos digan qué está bien y qué está mal. Podían haber conducido nuestro raciocinio por el camino completo, pero se diría que a menudo nos han situado directamente en las conclusiones y que, ya adultos, muchos medios y canales de comunicación siguen ofreciéndonos inferencias y conclusiones —las suyas, no siempre objetivas— ya alcanzadas. De modo que en efecto cabe hablar de desinformación, incluso sin aludir a los muchos bulos que circulan por las redes sociales. He aquí un valor a cultivar: la capacidad de eludir la manipulación que se despliega con diferentes fines, a través de los números canales de información y comunicación. O sea, básicamente, cultivar nuestra dignidad de homo cogitans.
Ante la información circundante y por ejemplo, habríamos de ser capaces de detectar datos falseados, intenciones no declaradas, interpretaciones arbitrarias, ambigüedades calculadas, engañosos dilemas, hipérboles convenientes, argumentos inconsistentes, analogías sesgadas, inferencias torcidas, ilaciones caprichosas, trampas emocionales, afanes confusionistas, derivaciones tangenciales, extrapolaciones gratuitas, complejidades simplificadas, sutilezas maliciosas, sugerencias arteras, acusaciones urdidas, desvíos de la atención, conclusiones falaces… Con mayor o menor perversión incorporada, todas estas (y otras) manifestaciones posveritacionales —la denominada posverdad— podemos encontrar; podemos encontrarlas no sólo en los medios de comunicación, también a veces en la información técnica que buscamos en el trabajo y en las relaciones de nuestra vida cotidiana.
Sin perjuicio de otros valores (y aun sin menoscabo en su caso de las creencias religiosas), habríamos de esmerarnos al educar en el rechazo a la falsedad, en la subordinación y el respeto a la verdad, en su valor como referencia, en la necesidad de buscarla debidamente antes de tomar decisiones y posiciones de alguna trascendencia. El resultado de no haberlo hecho bien es que resulta demasiado elevado el porcentaje de ciudadanos que muestra incapacidad para distinguir la mentira de la verdad. De oportunos estudios al respecto, se hacía eco recientemente el Consejo General de la Abogacía Española en una campaña concienciadora.
Ciertamente la credulidad ante posverdades y bulos resulta alarmante. Estas falsedades generan desazón, confusión y aun odio. A tal fin parece que se las genera, aprovechando las numerosas mentes acríticas y asintientes que seguramente no fueron educadas en la reflexión autónoma, crítica, objetiva, rigurosa. Pero cabe enfocar a quienes generan tales engaños o les dan conscientemente curso, individuos que relativizan y retuercen la realidad en función de intereses y conveniencias; estos no fueron educados en la subordinación a la verdad, o lo fueron pero luego, al margen de la ética y la moral, encontraron valores que les resultaron más provechosos.
No se vea un intento de sacralizarla, al defender aquí el valor de la verdad: se trata solo de denunciar que se le ha venido perdiendo el respeto debido, acaso porque no aprendimos a valorarla lo suficiente, a respetarla y respetar a los demás. Claro, las realidades suelen ser complejas, a veces muy complejas, y no siempre llegamos al fondo de la verdad aunque nos lo propongamos. Por eso, al valorar la verdad, la educación correspondiente incorpora la actitud intelectualmente humilde de no sentirse poseedor de ella, de no creerse dueño de la razón, de cultivar la duda en grado suficiente. Sin la duda —acéptese la obviedad— no se activa el pensamiento, la sagacidad, la inteligencia.
Ser educados en el valor de la verdad —sin menoscabo de serlo asimismo en el resto de cardinales valores a enfocar— habría de movernos a buscarla por nosotros mismos, siendo conscientes de su frecuente complejidad y las crecientes dificultades. No todo se reduce a verdades y mentiras, pero hemos de superar el obstáculo que supone la desinformación emergente, en alguna medida consecuencia y causa —vicioso círculo— de la polarización de la sociedad, la crispación política y la explosión de la posverdad en los medios de comunicación.
José Enebral Fernández