Aquel e-learning de la enseñanza programada
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Por José Enebral

Al principio del siglo, con el impetuoso avance de la informática y la telecomunicación, empezó a sonar en España el término e-learning (como el e-commerce, e-business…). Sonó sobre todo en grandes organizaciones y en empresas de formación con perfil tecnológico, y se desplegaron las oportunas plataformas, a modo de campus virtuales: el cambio, el gran cambio, parecía llegar también a la tradicional formación continua. Pero los usuarios aprendedores no parecieron celebrarlo, y quizá un cierto análisis se beneficie del paso de estos veinte años.

Los más mayorcitos, todavía sin el avance técnico, ya habíamos conocido en la juventud fórmulas formativas no presenciales, incluida la enseñanza programada impresa (la de Skinner), que a veces, acaso frunciendo el ceño, nos hacía saltar de una página a otra; pero en el escenario neosecular contábamos con las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) y, auspiciado por la consigna del aprendizaje permanente, llegó el e-learning para, precisamente, programar la enseñanza programada.

En realidad, el progreso técnico había llegado a la formación en dos fases, la de las TI y la de las TIC. En la primera fase, todavía en los años ochenta, conocimos lo que se llamó Enseñanza Asistida por Ordenador (EAO), servida al principio en aquellos floppies (y generados los cursos por los propios docentes, mediante herramientas de autor); y ya en este siglo, en la fase TIC, la de Internet, se empezó a hablar de e-learning, referido al seguimiento por ordenador de cursos interactivos y multimedia, típicamente en el marco de plataformas virtuales ad hoc.

Fueron en nuestro país numerosas las empresas de formación que se entregaron a esta producción de cursos (para aprendizaje on line y off line), y algunas se agruparon en asociaciones (APEL en Madrid, AEFOL en Barcelona). Se apostó, sí, por un fuerte y rápido crecimiento del sector. Al respecto de este crecimiento previsto, resulta significativo el caso de una entonces destacada empresa (hoy desaparecida la marca), que apenas facturó en 2003 la quinta parte de sus proclamadas previsiones de dos años antes: no se iría tan rápido, no, en el crecimiento.

Sin embargo, ciertamente cabía pensar que la enseñanza servida por ordenador venía a neutralizar los inconvenientes de la interactividad en aquella otra enseñanza programada, la impresa, a la vez que añadía ventajas multimedia; de modo que, quizá con legítimo optimismo, cupo imaginarse un futuro prometedor, auspiciado por la consigna del aprendizaje permanente. Pero enfoquemos aquellas primeras experiencias.

Pronto se advirtió que buena parte de los usuarios (típicamente personal titulado de grandes corporaciones dotadas del correspondiente campus virtual) veía con desconfianza este sistema de aprendizaje. Acostumbrados a los cursos presenciales, pudo haber en las reticencias (según algunas empresas) elementos culturales, factores relacionados, sí, con la cultura discente tradicional; como también pudo percibirse debilidad didáctica de los contenidos ofrecidos (cursos de corta duración, en general), sin descartar otros reparos diversos, incluidos los técnicos y operativos. El hecho es que, a pesar de su brevedad, algunos usuarios aprendedores dejaban sus cursos, incluso al poco de comenzarlos.

Se quiso medir el éxito de los proyectos de e-learning mediante el start rate y el end rate: se llegaba, desde el sector, a dar por bueno que sólo la cuarta parte de los alumnos abandonara el curso. Hubo alumnos que se mostraron dispuestos a “estudiarse el libro”, pero declinaban el seguimiento del curso programado ofrecido. Un detalle revelador: como declaraba su director de formación, una importante entidad financiera decidió incentivar el seguimiento de estos cursos ofreciendo a sus empleados puntos canjeables por obsequios. Seguramente los incentivos fueron diversos en las organizaciones, acaso explícitos e implícitos, aunque no resultaron del todo efectivos.

Surgieron, claro, voces diversas que pedían contenidos potentes, conseguidos, oportunos, atractivos, con ajustada y amistosa comunicación hombre-máquina; aunque asimismo surgieron otras, igualmente de peso, que relativizaron esta necesidad. En el prólogo de un libro (2003) de la Biblioteca Aedipe sobre las best practices del e-learning en nuestro país, se leía que “los mejores resultados pueden alcanzarse con contenidos de calidad media, al tiempo que los contenidos excelentes no garantizan absolutamente nada, incluso pueden conducir al fracaso”.

A su vez, el consejero delegado de la empresa patrocinadora del libro (firma proveedora de Telefónica, Alcatel, AENA…) manifestaba: “Los contenidos han sido magnificados… Es obvio que cuanto más atractivos sean y mejor se hayan desarrollado pedagógicamente, mayor será su aceptación por los alumnos; pero no está claro que ésta sea la clave del autoestudio. Quien más y quien menos se ha visto obligado a adquirir conocimientos con medios precarios. Recordemos la universidad, con los textos disponibles o las fotocopias de los apuntes del más estudioso de la clase…”.

El hecho es que —tal vez desestimada una mejora de los contenidos— enseguida se comenzó a postular el blended learning (combinación con sesiones presenciales): lo bueno era —se dijo— el blended. (Hoy, como sabemos bien, la potencia de las redes permite al docente dar su clase como si fuera presencial, con los alumnos en sus localizaciones, participando con su micro y su cámara —formación síncrona no presencial—, lo que realmente supone volver a la vieja interactividad).

Pronto se empezó ciertamente a diluir la concepción inicial —la programada— del aprendizaje interactivo por ordenador; además, se hablaría de Google como la gran plataforma universal del e-learning, y se apuntaría la necesidad de destreza informacional —information literacy movement, paralelo al lifelong learning movement— en todos nosotros, para la deseable adquisición de conocimientos en la sociedad de la información y la economía del saber.

Aquel e-learning corporativo vino ciertamente acompañado de un notable despliegue tecnológico, sí; sin embargo, acaso se pretirió al usuario en su deseable protagonismo-proactividad, en su perfil discente, en sus expectativas y necesidades. ¿Era el e-learning (el que se ofrecía) el cambio cultural que demandaba el aprendizaje permanente en el siglo XXI? Atendiendo al concepto, el aprendizaje permanente era cosa distinta de la formación continua (como asimismo el capital humano es cosa distinta de los recursos humanos) y parecía suponer protagonismo en el aprendedor.

Cabe dejar a un lado la calidad (en lo operativo, lo didáctico, lo intenso, lo aplicable…) de aquellos primeros contenidos cuya efectividad pudo subordinarse al efectismo, porque no parece que proveedores y clientes (usuarios aparte) pensaran en los niveles de Kirkpatrick al hablar de resultados; pero tal vez parezca oportuno enfocar aquella cultura discente reinante. Al principio del siglo, los directivos y trabajadores del saber se habían acostumbrado a participar en periódicas acciones formativas presenciales que sus organizaciones orquestaban con diferentes propósitos, a menudo concurrentes:

  • Satisfacer necesidades de formación técnica de las personas.
  • Contribuir al desarrollo personal-profesional de directivos y trabajadores.
  • Difundir mensajes de la Dirección, para el alineamiento cultural o estratégico.
  • Introducir cambios funcionales u operativos.
  • Poner en marcha programas específicos (liderazgo, calidad, innovación…).
  • Facilitar el diálogo y el intercambio de experiencias entre los participantes.
  • Generar un saludable y estimulante cambio de escenario por unos días.
  • Mejorar la imagen interna y externa de la compañía.

La asistencia a estos cursos en aula solía generar un esfuerzo discente de baja intensidad: habría supuesto una evaluación modesta en los aludidos niveles. De hecho, no se solía medir el aprendizaje alcanzado y su aplicación, sino sólo (primer nivel) la satisfacción generada en los participantes. El e-learning pareció llegar, sí, con características bien distintas: suponía un cierto salto cuántico. Demandaba atención continua del usuario (situado en su puesto de trabajo), y hasta teóricamente incluía en la interactividad (recordemos: enseñanza programada) una cierta comprobación o aseguramiento de cada paso en el progreso.

Sin duda, los importantes y aun revolucionarios cambios en marcha en las empresas debían incluir lo relacionado con la formación continua (especialmente la de los trabajadores del saber, los titulados); pero, más allá de transitar de lo presencial al e-learning, el nuevo siglo sugería pasar a los individuos las riendas de su desarrollo permanente. Se debía atender a sus expectativas y necesidades, habiéndoles previamente alineado con el universo de las fortalezas humanas, y con las nuevas realidades y exigencias de la economía. Sin perjuicio de utilizar el vehículo de la formación para fines diversos, las empresas debían ceder protagonismo a sus personas y estas debían asumirlo para su crecimiento.

En realidad, el siglo XXI parecía demandar que todos los mayores de edad asumiéramos debidamente tal mayoría de edad (como aprendedores permanentes y aun como ciudadanos, en general); parecía demandar una transición del perfil de recurso humano, al de sujeto portador de capital humano, pensante, creativo, proactivo. Quizá no todas las empresas tomaron conciencia sólida de ello, pero sin duda se estaba necesitando ya trabajadores entregados a un proactivo aprendizaje permanente, con medios a su alcance. Si nos preguntamos cuál habría de ser el perfil discente básico de este idóneo trabajador del siglo XXI, acaso convendríamos, en mayor o menor grado, en lo siguiente:

  • Visión clara y objetiva de las fortalezas/debilidades humanas.
  • Autoconocimiento y autocrítica en profundidad.
  • Afán de aprendizaje y desarrollo personal-profesional.
  • Destreza técnica e informacional ante las diversas fuentes.
  • Pensamiento crítico bien entendido.
  • Amplitud de miras, perspectiva, al abordar los campos del saber.
  • Flexibilidad cognitiva al manejarse con la información.
  • Disposición a aplicar con cuidado el saber y a compartirlo.

Aquí dejamos ya la reflexión al lector interesado, que podrá obviamente asentir o disentir ante todo lo anterior. Diríase que el e-learning llegó arrollador, impetuoso, para mayor gloria de las TIC; pero tanto pesó la tecnología que tal vez apenas quedó entonces espacio para los usuarios en su psicología de aprendedores (e incluso en su propia psicología de usuarios). Diríase, sí, que aquella oleada del e-learning servido on line topó con la cultura discente tradicional, como también que en alguna medida frustró las expectativas de los aprendedores, que toparon con acaso mayor dosis de efectismo técnico que de efectividad didáctica.

Luego, las cosas irían cayendo por su peso, aunque parece que se fue nutriendo una suerte de ciencia de las herramientas y canales del lifelong learning, al margen del qué aprender (asunto este, empero, nuclear, fundamental, determinante). Hoy, imperante la tecnología, parece saberse, sí, más del cómo que del qué; sin embargo, aparte de inexcusables conocimientos técnicos, quizá muchos necesitamos una buena dosis de aprendizaje-desarrollo en campos como el autoconocimiento y autodominio, el pensamiento crítico, la creatividad, la empatía, la flexibilidad cognitiva, la gestión de la atención o el cultivo de la intuición.  Pero quizá el lector interesado pueda enriquecer la reflexión.

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José Enebral Fernández


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