Cada empresa es única y lo es cada persona pero, en lo referido al conocimiento y en la diversidad cotidiana, el individuo puede pecar por defecto y hasta por exceso, e igualmente se diría que puede hacerlo por la actitud con que lo exhibe, la forma en que lo aplica, o el descuido en la puesta al día. El siglo pasado Peter Drucker nos fue dibujando un knowledge worker en continuo aprendizaje, muy profesional y virtuoso, esmerado y confiable; sin embargo, hemos venido percibiendo lógicamente virtudes y defectos, como asimismo algunos entornos organizacionales y culturales poco propicios.
Drucker (1909-2005) acabaría denunciando el modo en que se estaban haciendo a veces las cosas, las derivas con que se manejaban algunos postulados y aun, incluso, la codicia emergente en no pocos ejecutivos; desde luego y en definitiva, el knowledge worker que nos dibujó hace cincuenta años no viene a ser siempre el que vemos hoy, ni interpretamos siempre el conocimiento —o la propia actividad económica— como parecía hacerlo él, ni cabe, claro, reducirlo siempre todo a trabajo mental o trabajo manual.
El concepto-constructo que nos ocupa resultaba ya bastante sólido hace 50 años (The age of discontinuity, 1969); pero el autor volvería sobre él repetidas veces hasta sus últimos años, mientras seguía emergiendo la economía del saber. Por ejemplo a mano, lo haría en Managing for the future (1993) o en Managing in the next society (2002). El knowledge worker constituía un elemento nuclear, como portador de la materia prima en la referida economía (dicho, obviamente, sin menoscabo de otros trabajadores y otras economías, asimismo incuestionables).
Se nos describió un trabajador experto con alto dominio de su campo, leal a su profesión, atento al progreso técnico, entregado al inexcusable aprendizaje permanente, contribuyente a la innovación y esmerado en la tarea; un trabajador —o trabajadora, entiéndase— que apenas necesitaba supervisión (funcionaba con sensible autonomía) y que constituía, por todo ello, un activo para la organización. Hoy suena familiar, pero entonces no tanto: no se hablaba todavía del capital humano.
Nos llegó en efecto a dibujar un trabajador de notable autoestima, que se veía más como un profesional que como un empleado, más comprometido con su profesión que con su organización (como, por ejemplo, un médico). Algún ceño se frunciría ante tales reflexiones, que acaso hoy parecen aún más audaces que entonces. Desde luego el trabajo meramente manual, bastante optimizado en la industria, se fue reduciendo una década tras otra y el emergente trabajo del saber en nada se parecía a aquel.
Si cabe un recuerdo personal al respecto, situémonos en Madrid, en los primeros años setenta y en aquella Standard Eléctrica (asociada a la International Telephone & Telegraph) que dirigía Manuel Márquez Balín. Uno querría destacar aquí la diferencia, el tan llamativo contraste, entre la estudiadísima manipulación de las piezas por parte de los operarios y operarias en aquella factoría de la carretera de Toledo, y el desempeño del centenar de expertos en telecomunicación dirigidos por Wayne Sandvig y Juan José Ramil, en el flamante centro de desarrollo tecnológico de la carretera de Barcelona: estos últimos, y hace de ello casi cincuenta años, en sensible sintonía con el constructo druckeriano.
En realidad no han faltado analistas para abordar el perfil del trabajador de la economía del saber y el innovar, y mucho se ha reflexionado al respecto. Además de la condición de knowledgeable, se ha destacado en este trabajador la sinérgica de thinker, de seeker, de learner, de searcher, de creative… En el desempeño puede en efecto decirse que venimos aplicando lo que pensamos (inferencias, conexiones, implicaciones…) sobre lo que sabemos, y acaso cabría hablar, sí, de un “trabajador del conocimiento y el pensamiento”, visible portador del capital humano de que hablaba Thomas O. Davenport en el escenario finisecular.
Hoy, en 2020, son muchas —muy diversas, en función del observador y lo observado— las cavilaciones que podemos desplegar en torno a la figura del empleado que enfocamos, a quien Drucker percibía como todo un profesional, aunque distinguía empero entre séniores y júniores. Los párrafos siguientes (como los anteriores, en realidad) tratan apenas de alentar la reflexión, la suya propia, en el lector interesado.
Este trabajador mental ha de ser gestionado, claro, de manera idónea. Las consultoras y las áreas de RRHH llevan unos 30 años predicando el liderazgo, pero este se entiende de muy diferentes maneras, y no faltan quienes parecen ver en el líder a una suerte de moderno capataz que “consigue que la gente quiera hacer lo que tiene que hacer”, que “conquista la voluntad y las emociones de los colaboradores”… Sí, también hay, desde luego, expertos en gestión que sencilla y felizmente ven en el líder a un catalizador (no tan capitalizador) de la mejor expresión profesional de sus colaboradores.
Cabría recordar igualmente que nuestro worker no lleva todo el knowledge puesto sino que, en calidad de information seeker, sabe encontrar lo que en cada momento necesita. Su destreza informacional (information literacy movement), inseparable de su pensamiento crítico (critical thinking movement), resulta imprescindible en su permanente aprendizaje (lifelong learning movement)… Obviamente, al hablar del aprendizaje y el conocimiento del trabajador, hay que distinguir entre saber lo que saben muchos, saber lo que saben unos pocos, y saber lo que todavía no sabe nadie.
Sin esta última consideración estaríamos reflexionando con ligereza, casi en vacío; de modo que resulta cardinal detenerse en esto. Trabajador del conocimiento, sí; pero ¿de qué conocimiento? Los campos del saber crecen continuamente, aunque solo unos pocos les siguen la pista y todavía son menos quienes precisamente contribuyen, con su creatividad, a hacerlos crecer (cada grupo demanda una gestión ad hoc). Se diría que el paso por la universidad simplemente nos capacita para seguir aprendiendo y, si no lo hacemos, nos salimos del constructo.
La autonomía de este trabajador se interpreta hoy incluso muy al pie de la letra, pero cabe admitir que, en general, este aplica su propio conocimiento y no solo el de su jefe; que se impulsa y facilita su aprendizaje permanente, sin olvidar que las fortalezas personales suponen sinergia inexcusable. Al respecto, el foro de Davos, precisamente para este año 2020, explicitó años atrás la necesidad de la creatividad, la flexibilidad cognitiva, la inteligencia emocional, la orientación al servicio… y, desde luego, el pensamiento crítico. Parecerán, sí, fortalezas muy valiosas en todos los profesionales del saber, gestores o gestionados.
Quizá la relevancia del trabajador del saber radica especialmente en su capacidad de contribuir a la mejora continua, la solución de problemas complejos y la innovación, y recordemos que él mismo ha de sentirse reconocido, significativo, importante… Uno recuerda, sin embargo y por ejemplo, que hace 16 años y en Madrid, escuchamos a Tom Peters —otro de los grandes— decir que en realidad los altos directivos casi siempre mentían al referirse a la importancia de las personas en las organizaciones. Acaso esta pandemia que vivimos agite las mentes y veamos nuevos cambios culturales.
José Enebral Fernández