Para identificarse mejor, diferentes tipos de organizaciones despliegan su proclamación de valores. Quizá empezó a hacerse de modo más visible hace unos 20 años, cuando las empresas colgaban sus pósteres correspondientes por los pasillos del área de Dirección, con su misión, su visión y sus valores. No sabe uno si se trataba más entonces de consolidar la cultura empresarial o de contribuir al marketing, pero empezó a sonar mucho, sí, aquello de los valores corporativos (innovación, responsabilidad social, visión de futuro, orientación al cliente, excelencia funcional…).
En alguna medida, la proclamación de valores constituía una referencia para los individuos en su desarrollo personal y profesional; una referencia que, en general, no se había explicitado antes. De modo que aquello podía contribuir a orientar esfuerzos (contando con que realmente se valorara lo que se decía valorar, y no hubiera que entender, por ejemplo, complicidad donde decía “compromiso”); de hecho, algunos valores apuntaban muy directamente al individuo: la integridad, el aprendizaje permanente, el espíritu de pertenencia, el trabajo en equipo, la profesionalidad o la creatividad, entre otros.
Ahora, ya en nuestros días, suenan —a veces resuenan— valores en toda la sociedad y hasta se alude a algunos de categoría superior o suprema, tales como la vida, la familia, la libertad, la justicia, la paz, la verdad o la igualdad. En estos casos, los valores son típicamente invocados en su defensa, cuando una parte de la sociedad los considera adulterados o puestos en riesgo. A veces, incluso, algunas de estas etiquetas resultan enarboladas con tan notable despliegue de medios —con tan alta sonoridad, digamos—, que cabe atribuir sólida determinación en quienes se movilizan.
Se diría que somos más precisos (y silenciosos) cuando, como ciudadanos, seleccionamos qué valorar en los demás en el trato cotidiano. Seguramente celebramos la amabilidad, el respeto, la alegría, la prudencia, la sinceridad, la brillantez, la generosidad, la humildad, el esfuerzo, la responsabilidad, la gratitud, el cariño, la disposición, el buen juicio, la flexibilidad, la amplitud de miras, la solidaridad, la integridad, la empatía, la compasión, la intuición, la mesura… Valoramos, en efecto, todo aquello que contribuye a nuestra satisfacción por la relación y tratamos de reciprocarnos; aunque ciertamente también se producen relaciones imperfectas, afectadas (infectadas, diríase) por intereses espurios.
Todavía en este plano intra e interpersonal y en los círculos más religiosos, a lo ya descrito como deseable y valioso podríamos añadir la fe, la espiritualidad, la esperanza, el amor al prójimo, la participación en el culto, la cooperación con el clero… Y asimismo, en el ámbito militar sumaríamos valiosas virtudes —no exclusivas, pero muy características— como el patriotismo, el honor, la valentía, la disciplina o el compañerismo. No olvidamos aquí la tendencia de los colectivos al sociocentrismo, pero, en definitiva, valoramos en el entorno circundante las fortalezas que se alinean con los ideales compartidos; las que catalizan los mejores resultados de la convivencia y la colaboración.
Lo de los grandes valores “a defender” es algo distinto. Por ejemplo, la jerarquía católica y organizaciones próximas se refieren a la vida, la familia o la libertad como valores “innegociables”, al sentirlos amenazados por las leyes que se promulgan en la sociedad; es quizá decir, como efecto de una lectura particular del laicismo elegido por aquella. En realidad, el laicismo no es antirreligioso sino que puede advertirse alineado con lo de “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”; pero no faltarán puntos de vista diferentes, porque la objetividad se nos escapa a todos.
El hecho es que, cuando algunos grupos particulares se movilizan en la defensa de estos valores, emerge a veces visible falta de empatía, sensible fobia, incluso relacionada con la infancia (tenemos un ejemplo reciente: el autobús tránsfobo de HazteOir). Felizmente estas iniciativas, asociadas al ultracatolicismo y para cuyo despliegue se invoca la libertad de expresión, acaban siendo reprobadas por la mayor parte de nuestra jerarquía católica; pero hay ciertamente obispos que se muestran disconformes con algunas de las nuevas realidades traídas por las libertades democráticas y el Estado aconfesional.
Se da también el caso —oportuno aquí, porque nos conecta con la educación en valores— de que se pide, mediante estatuto mundial formulado en Roma, a los antiguos alumnos de colegios salesianos (los registrados en las asociaciones locales correspondientes, como quien esto escribe) que se movilicen y sean combativos; que prometan “defender a toda costa, con un compromiso social, político y económico, la vida, la libertad y la verdad, como valores aprendidos en una presencia salesiana”. (Se trata sin duda de valores inobjetables, que la salesianidad considera también explícitamente “innegociables” y que manifiesta abordar en los centros educativos).
De modo que, sin descartar otras posibilidades, unas veces se proclaman valores para expresar la identidad corporativa y orientar, al respecto, esfuerzos en el desarrollo personal, y otras veces se proclaman para defenderlos, incluso a toda costa, porque se les percibe en riesgo. Pero aludamos ya a la educación en valores. En la etapa escolar se vienen enfocando fortalezas muy valiosas, tales como la autodisciplina, el conocimiento, la responsabilidad, la paciencia, la memoria, el respeto, la generosidad, el esfuerzo, la sinceridad, la amistad, el compromiso, la prudencia, el razonamiento analítico, la empatía, la creatividad, la argumentación, la sensibilidad ante el arte, la objetividad, el pensamiento crítico, la expresión oral y escrita… Añádase lo que falte, sin olvidar lo más religioso cuando proceda.
En lo referido a valorar la vida, la libertad, la familia o la verdad, seguro que se vienen adaptando también los mensajes a las diferentes edades, como sin duda saben hacer bien los educadores. Si acaso —respectivamente— cabría subrayar el respeto a los demás (con rechazo más efectivo al acoso, con defensa de la igualdad de género…), incidir en las limitaciones de la libertad, abrir paso al reconocimiento de diferentes vínculos afectivos y, más allá de alentar la sinceridad, alertar sobre el hecho de que todos somos subjetivos al percibir las realidades.
La pregunta es, en efecto, qué hemos de impulsar en los jóvenes en pro y en pos de una sociedad mejor. Parece cierto que en nuestra sociedad sobra —lo advertimos casi todos los días— corrupción, arrogancia, cinismo, hipocresía…, y que, en correspondencia, falta solidaridad, empatía, generosidad, humildad, sinceridad, integridad… Tal vez estos valores morales, como algún otro que quepa añadir, habrían de ser objeto de mayor promoción ya desde la etapa educativa.
Nos detenemos en ello: quizá habríamos de valorar y cultivar en mayor medida fortalezas como la solidaridad, la empatía, la generosidad, la humildad, la sinceridad, la integridad… Pero interpretemos estos conceptos de la manera más precisa, idónea y útil, que no valdría adulterarlos en beneficio propio, movidos acaso por el egocentrismo o el sociocentrismo. Verán por qué lo digo.
En España —ya para concluir estas reflexiones rápidas—, instituciones relacionadas con el mundo empresarial premiaron (2011) a un economista americano, Michael C. Jensen, por sostener básicamente que la integridad nada tiene que ver con la moral o la ética, sino que consiste en mantener la palabra dada siempre que se pueda. Claro, así resulta sin duda más sencillo ser íntegro; de hecho, leí que casi todos los directivos se tienen por íntegros, incluso admitiendo un alto nivel de corrupción en su entorno. Intentemos ser, sí, concretos, precisos, rigurosos al hablar de valores.
Por otra parte y sotto voce, aunque todavía parezca en ocasiones más teórico que práctico, la sociedad ha optado por el laicismo para su funcionamiento; dicho de otro modo, las creencias religiosas (como cualquier otra manifestación) han de expresarse sin duda con libertad, respetando empero las leyes. Parece una obviedad, pero los hechos mueven a insistir en ello. Más claramente y si el lector asiente, quizá no resulte acertada la defensa a toda costa, o a ultranza, de nuestras posiciones en relación con la vida, la familia…
José Enebral Fernández
Palabras clave: valores, sociedad, relaciones, educación, formación, libertad, verdad, familia, religión, fortalezas, integridad.
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