Todos somos sabedores… y pensadores
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Ya en el escenario neosecular y aunque todo esto es muy complejo, pareció consolidarse una nueva sociedad; era la sociedad de la información, del conocimiento, del aprendizaje permanente, de la comunicación, de la innovación, de la globalización… Luego llegarían las redes sociales, pero ya sabíamos todos, de entrada, que había que cuidar la traducción de la información a conocimiento para evitar falsos aprendizajes, y que había que aplicar debidamente el nuevo saber, en beneficio de los resultados.

En las empresas se hablaba del conocimiento, de la creatividad y de la comunicación, pero se diría que en sensible menor medida, del pensamiento; como dando por sentado que disponíamos de suficiente número de buenos pensadores en las organizaciones; que dominábamos el pensamiento conceptual, analítico, sistémico, visionario, estratégico, reflexivo, exploratorio, sintético, creativo, conectivo, inferencial, holístico, inquisitivo, argumentativo, empático… Acaso sí se advertía ya en la cima de no pocas organizaciones buena dosis de pensamiento egocéntrico, dotado a menudo de prudencia graciana.

No obstante y para ir cerrando la isagoge, sonaban ya algunas voces apuntando la necesidad inexcusable de la destreza informacional y el pensamiento crítico, atributos fundamentalísimos en el perfil profesional de nuestro tiempo. Sobre la calidad del pensamiento podemos reflexionar juntos si el lector nos sigue, porque todos somos pensadores, en mayor o menor medida.

Habríamos de pensar más y mejor las cosas, pero a menudo nos dejamos llevar por prejuicios, asunciones cuestionables, intereses, prisas, deducciones y analogías inexactas, deseos, rutinas, o sentimientos diversos. Sin duda nos precipitamos, sucumbimos a la ansiedad y el estrés, o simplemente preferimos que nos lo den pensado. Sucede también que nos aferramos a los errores, adulteramos los conceptos, desatendemos a las consecuencias, reducimos el debate a falsos dilemas, nos falta empatía (emocional y cognitiva), somos demasiado crédulos o demasiado escépticos, hacemos el ridículo sin darnos cuenta…

A menudo nos creemos asimismo que, nosotros o nuestro entorno, somos poseedores de la verdad; que nuestra perspectiva y mentalidad es la correcta. No parece saludable moverse en círculos poco abiertos, porque nuestras miras se van estrechando y nuestra perspectiva, acaso atrofiando. Hay en verdad en nuestra sociedad numerosos colectivos tal vez demasiado centrados en sí mismos, y quizá mentalmente alejados de las realidades externas, por muy próximas que se hallen. Se precisa mayor dosis de humildad intelectual, dentro y fuera de las empresas.

No, en general no somos buenos pensadores, y no solo porque se nos escape buena parte de las realidades. Es una carencia grave porque, si no pensamos debidamente, nuestros conocimientos podrían ser mal aplicados y resultar inútiles. La gracia de los conocimientos a que nos referimos (especialmente técnicos, profesionales) no está tanto en lucirlos como en aprovecharlos bien.

El hecho contundente de ver las cosas a nuestra manera ya es un obstáculo a la hora de pensar; un obstáculo que hemos de minimizar o salvar siendo conscientes de nuestra parcialidad y subjetividad, a la vez que desplegamos un esfuerzo de objetividad y hasta una dosis de solidaridad. Además y ante una situación concreta a analizar, nos puede faltar foco, información, idóneo manejo de conceptos, rigor inferencial, percepción de las implicaciones y hasta fortalezas-virtudes inexcusables, incluida la ya aludida empatía.

Mientras paseábamos hace meses por Madrid, discutía yo tranquilamente con un amigo sobre la educación de los hijos. Yo soy padre. Él no lo es, pero su pareja ha sido maestra. En efecto, veíamos las cosas de muy distinta manera. Percibí reproche hacia los padres y acepto que fallemos en la educación de los hijos (acaso porque en su edad escolar tenemos la conciencia demasiado ocupada con el trabajo); pero sobre todo detecté en nuestra conversación tan notable distancia entre los puntos de observación, que aquella no duró mucho. Cada asunto puede y debe contemplarse, sí, desde distintos puntos de observación.

Son diversos, sí, los elementos que influyen en la calidad del pensamiento, pero en verdad hemos de pensar más detenidamente y mejor. Decía Bertrand Russell que “los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes, llenos de dudas”. Como es sabido, los filósofos, psicólogos y educadores hablan de un pensamiento de alto nivel, especie de metapensamiento, que intenta salvaguardar la calidad del mismo: el pensamiento crítico.

Parece, desde hace tiempo, haber consenso en que “el pensador crítico ideal es habitualmente inquisitivo, bien informado, de raciocinio confiable, de mente abierta, flexible, justo evaluador, honesto en reconocer sus prejuicios, prudente para emitir juicios, dispuesto a reconsiderar las cosas, claro con respecto a los problemas, ordenado en materias complejas, diligente en la búsqueda de información relevante, razonable en la selección de criterios, enfocado en investigar y persistente en la búsqueda de resultados que sean tan precisos como el tema/materia y las circunstancias permitan”.

No hace falta, pero uno tiende a insistir en que no hablamos del crítico que busca errores, fallos y culpables, que se queda solo con la información que avala sus juicios, y que se precipita en sus inferencias; hablamos de quien busca las verdades, de quien defiende su protagonismo e independencia en el pensar y desea ser objetivo, riguroso y panorámico, de quien lentifica y asegura sus deducciones y conclusiones.

El pensamiento crítico habría de abordarse y alentarse quizá ya durante la educación secundaria, si no antes, de modo que los jóvenes llegaran a la universidad o la formación profesional siendo pensadores críticos, en beneficio de su destreza informacional y discente; pero la educación recibida no parece haber sido la que necesitábamos para nuestro tiempo. Solo recientemente ha surgido la inquietud por aspectos fundamentales pendientes en lo cognitivo y lo emocional.

El pensamiento crítico habría de abordarse y alentarse quizá ya durante la educación secundaria, si no antes, de modo que los jóvenes llegaran a la universidad o la formación profesional siendo pensadores críticos, en beneficio de su destreza informacional y discente; pero la educación recibida no parece haber sido la que necesitábamos para nuestro tiempo. Solo recientemente ha surgido la inquietud por aspectos fundamentales pendientes en lo cognitivo y lo emocional.

Recordemos finalmente algo que nos decían Richard Paul y Linda Elder: “El pensamiento crítico es autodirigido, autodisciplinado, autocontrolado y autocorregido; supone adhesión activa a los estándares de excelencia establecidos, y conlleva habilidades de comunicación y solución de problemas, como también el compromiso de superar la habitual tendencia al egocentrismo y el sociocentrismo en el pensar”. 

Para terminar, uno desearía añadir algo. Cabe asociar especialmente (aunque no de forma exclusiva) el pensamiento crítico al funcionamiento del hemisferio izquierdo del cerebro, de modo que no se verían desestimados otros recursos derechos de la inteligencia, tales como la intuición, las emociones o la espiritualidad. Dicho de otro modo y por ejemplo, la intuición y la razón no se excluirían, sino que se complementarían y enriquecerían mutuamente. Todo ello, si el lector asiente. Sobre cómo traducimos el pensamiento al lenguaje, reflexionaríamos en otro momento.

José Enebral Fernández

(Imagen: emprendedorescreativos.com)


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