Los consultores y coaches nos hablan a menudo de la inteligencia intra e interpersonal, la motivación, las actitudes, los valores, las fortalezas, las emociones, el liderazgo, el talento… y bien está. Pero la capacidad de actuar viene sobre todo del conocimiento atesorado, y puede que al respecto estemos algo faltos, por mucha información que nos rodee y por mucha economía del conocimiento de que se viene hablando desde hace varias décadas.
Topé hace casi veinte años con aquello del knowledge management y me sumé a la corriente. Lo hice entonces a título particular porque, aunque en un kick-off meeting propuse en mi empresa consultora avanzar por ese nuevo campo, los colegas tenían entonces otros buzzwords en la cabeza: el liderazgo, el benchmarking, la reingeniería de procesos… Me incorporé luego a iniciativas surgidas en Internet y pronto me pareció que no cabía hablar de la economía del conocimiento o de la figura del knowledge worker, sin detenerse en la idea de aprovechar mejor el saber disponible en las organizaciones.
Claro, la información era algo tangible y no así el conocimiento, que reside en las personas, de modo que se trataba de hacer una idónea gestión de aquellas, para incrementar y hacer fluir el saber en las empresas; para que en cada tarea se aplicara todo el saber disponible en la organización. Había, sí, que compartir el saber que cada uno poseía, lo que parecía reclamar un cierto cambio cultural… Recordemos brevemente el entorno cultural de aquellos años noventa en las empresas.
La verdad es que esos fueron años intensos para el Management; tomaron impulso numerosos movimientos, más o menos bienvenidos, relacionados con el capital humano y la gestión de las empresas. Entre ellos, también y como se recordará, el de la calidad total, el del trabajo en equipo, el de la reingeniería, el de la psicología positiva, el del aprendizaje permanente, el de la creatividad y la innovación, el de las competencias, el de la calidad de vida en el trabajo, el del coaching… Había, sí, otros movimientos, por cierto más relacionados con la gestión del conocimiento, tales como el de la destreza informacional y el del pensamiento crítico, pero estos parecían hallarse más presentes en las universidades.
En mi entorno pude observar que no pocas grandes empresas ponían en marcha programas relacionados con la excelencia, derivados del modelo que había creado la European Foundation for Quality Management. Uno había leído el famoso libro de Peters y Waterman sobre la excelencia, y resultó que el modelo de la EFQM me parecía bien traído. Estaba muy bien que todos entendiéramos lo mismo —lo más convenido y conveniente— al hablar de los postulados de gestión, para evitar esfuerzos vanos o desalineados. Puede que ahora se piense más en la supervivencia, como consecuencia de la crisis, pero entonces se hacía en la excelencia; en hacer las cosas bien, conforme a criterios contrastados que parecían alinearse con el sentido común.
Además, en sintonía tanto con la referida excelencia como con la gestión del conocimiento, se empezó a hablar también en los años noventa de la inteligencia de las organizaciones, con aportaciones muy sólidas a la ciencia de la gestión empresarial, llegadas de Oriente y Occidente. Uno, casi consultor, vivía todo aquello con cierto entusiasmo: se abrían nuevos campos para la consultoría. Recuerdo también, como anécdota, un cierto desacuerdo con un superior jerárquico: no interpretábamos igual la idea de la gestión del conocimiento. Luego, en los años siguientes, ya fui observando que también surgían lecturas distintas del concepto de liderazgo, del de calidad, del de innovación, del de trabajo en equipo, del de responsabilidad social corporativa, o incluso del de competencia profesional.
Se subrayaba en aquellos años la relevancia de las personas en las organizaciones, especialmente en la emergente era del conocimiento. Pensé yo que dejaría de hablarse tanto de “recursos humanos”, para empezar a hacerlo del “capital humano”; pero no, no fue así en realidad. Se siguió hablando de “recursos humanos” e incluso a veces con cierto ninguneo; como para establecer —podría pensarse— un contrapeso a los postulados emergentes. Como para volver a poner sobre la mesa la Teoría X (trabajadores que eluden el trabajo) de Doug McGregor y desplazar su Teoría Y (trabajadores autocontrolados, responsables, comprometidos), que venía abriéndose paso tal vez peligrosamente…
Hace unos diez años, colaborando con una empresa que se mostraba interesada en la gestión del conocimiento, hube de preparar una presentación en PowerPoint sobre el tema. Me habían pedido que vinculara la gestión del conocimiento con la formación continua en la empresa, que era más o menos (o eso pensé yo) la misma idea de mi jefe aquel, de quien yo discrepara en los años noventa. Tal cosa me habían pedido, aunque yo acabé hablando de la gestión del conocimiento total acumulado por las personas, fuera este explícito o implícito, fuera curricular, experiencial o casual, fuera científico o circunstancial.
La verdad es que la ciencia de la gestión del conocimiento me pareció muy importante en la emergente era del saber, como también me lo había parecido la de la gestión por competencias. En ambos casos, creo que se prestaba más atención a las herramientas informáticas correspondientes, que al concepto cultural que albergaban los términos. Recuerdo haber insistido, por otra parte, en que, así como se hablaba de learning organization (concepto que también era interpretado al gusto por entonces), había que hacerlo de knowledge organization.
Claro, la idea de aprovechar el conocimiento existía desde que hubo saber acumulado. Por poner un ejemplo cercano que suelo usar, ya en la primera mitad del siglo XX tenemos un caso muy significativo, revelador y de excelentes resultados. El ingeniero Genrich Altshuller (1926-1998) desarrolló su conocida teoría TRIZ, de solución creativa de problemas, en su juventud, tras estudiar miles de patentes en el registro correspondiente de la Marina Soviética en Baku. A partir del conocimiento allí atesorado, Altshuller —un héroe de la innovación, se diría— desplegó utilísimas abstracciones de sencilla aplicación, aunque eso le costó la cárcel en el régimen de Stalin, y su teoría hubo de esperar décadas antes de ser conocida y aplicada. Esto, la teoría TRIZ, sí que fue, caramba, una buena gestión del saber disponible, antes de que sonara el buzzword.
Ya no se habla apenas de la gestión del conocimiento en las empresas y uno se pregunta por qué. Quizá sea porque se habla de la gestión de personas; pero es que cuando se habla de la gestión de personas, se sigue hablando más de recursos humanos que de capital humano. Siendo optimistas, se puede pensar que ya no se habla tanto de gestión del conocimiento porque la idea se ha ido incorporando (o ya se había hecho) a la gestión habitual; pero temo que no se ha desarrollado completamente, acaso por dificultades más culturales —de índole diversa— que técnicas.
José Enebral Fernández