Siempre ha habido alguna dosis, pero en estos días la corrupción brilla demasiado en nuestro país. Necesitamos que, sin excepciones, políticos, empresarios y ejecutivos (en realidad, todos los que administren poder) actúen, dentro de su ámbito, con suficiente dosis de integridad; que se muestren sensiblemente alineados con la ética y la ley. Parecerá una meta difícil de alcanzar, pero es que la corrupción codiciosa resulta insoportable para la población, y se suma a la no codiciosa de que también se habla.
Entrando en Google con los términos “integridad” y “directivos”, surgen cerca de dos millones de resultados. Entre los diez primeros y para mi sorpresa, hay todavía conexiones a artículos que escribí hace unos 8 años; pero, a esto voy, aparece también —como primero de todos— un oportuno documento de la Fundación CEDE (Confederación Española de Directivos y Ejecutivos), bastante más reciente (2011) y relevante: Integridad del Directivo. Argumentos, reflexiones y dilemas. En él, entre los respectivos testimonios de diferentes expertos, se incluye el de Michael C. Jensen, economista y profesor emérito de Harvard, que ofrece un llamativo concepto de integridad.
Se trata de un profesor que goza en España de cierto predicamento, porque aquí se le ha galardonado (2011) y citado repetidamente; al parecer, se le conoce sobre todo por su concepción de la integridad. Para Jensen, la integridad consiste en “hacer honor a la palabra dada”, al margen del análisis coste-beneficio; pero, también, al margen de la moral y la ética. Para Jensen —atención— constituye un error el hecho de situar la integridad en el contexto normativo de la ética y la moral, y lo preciso es mantener la palabra dada.
No obstante, en el documento citado puede leerse: “Lógicamente puede que surjan imprevistos por los que no podamos mantener la palabra, pero, para Jensen, se puede seguir siendo íntegro si se expresa claramente que no se puede mantener porque las circunstancias cambian, y se procura arreglar los daños que este cambio pueda producir”. Será complicada, en general, la gestión de directivos y ejecutivos en sus organizaciones; pero ser íntegros no parece tan complicado en la óptica de Jensen. De hecho y salvo error de interpretación, parece que en su modelo se podría ser íntegro e inmoral a la vez; que se podría ser corrupto, sin dejar de ser íntegro.
El suyo es en verdad un particular modo de entender la integridad, y así lo reconoce el propio Jensen. En verdad numerosos expertos han profundizado en el concepto, y se diría que prácticamente todos perciben la integridad en sintonía con la moral y la ética, como parece hacerlo la ciudadanía de nuestro país y otros (en Encarta: “the quality of possessing and steadfastly adhering to high moral principles or professional standards”). Entre estos numerosos expertos que sintonizan integridad y ética, cabe citar a Stephen L. Carter.
Para Carter —profesor en Yale y frecuente referencia en este campo—, la integridad exige distinguir entre lo que uno, en reflexión moral, considera justo o correcto y lo que considera incorrecto o inicuo, y elegir luego lo primero, aunque suponga algún coste personal; exige además mantenerse abiertamente en esa elección, aun en condiciones adversas y ante posibles presiones o tentaciones. Él sostiene que la integridad resulta cara (“integrity is expensive”), y no faltará quien piense que así es (acaso un lujo) y que la corrupción viene, en cambio, pareciendo un buen negocio.
Comparadas ambas formas de entender la integridad —la de Jensen y la de Carter—, la primera suena ciertamente descafeinada, a pesar de haber sido aplaudida en nuestro país. El lector habrá de llegar a sus propias conclusiones; pero, de una parte, observadores señalan que casi todos los directivos creen obrar siempre con integridad, y, de otra, se diría que conseguirlo se les pone muy al alcance, mediante el significado ad hoc que de la fortaleza ofrece Jensen.
Sin duda cabe pedir mayor dosis de integridad a quienes dirigen, ya sea en la empresa o en la política (o en otros ámbitos), pero cabría hacerlo, sobre todo, con el fin de reducir la corrupción aparentemente extendida en nuestro país. No bastaría con hacer honor a lo dicho, en beneficio de intereses empresariales de corto o largo plazo, y fueran estos legítimos o no. El directivo podría ser así ciertamente confiable, y preciso resulta; pero habría de serlo en un escenario de ética y profesionalidad, y no de corrupción y complicidad.
José Enebral Fernández
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