Decía ya Warren Bennis, gran experto en liderazgo, que no conocía ningún alto directivo que no pensara que su cabeza valía más que todas las de su entorno juntas, y esto, creo yo, constituye un obstáculo en la era del saber. Sería una pena tener a trabajadores aprendiendo continuamente —también, sí, de modo informal o autodidacta— y obligarlos luego a someterse a los conocimientos y la voluntad del jefe, más dado a la función gestora que a la técnica.
Hay directivos que parecen preferir subordinados júniores, más sencillos de gobernar aunque sepan menos, a subordinados séniores, que detectan, en su caso, los errores de sus jefes; pero la economía emergente es la del saber, y no cabría valorar más el seguidismo y la sumisión, que el conocimiento, la profesionalidad y la iniciativa. En vez de seguir orquestando seminarios —miríadas de seminarios— de liderazgo, tal vez habría que cultivar la profesionalidad de todos, y la más rápida e idónea transición de los trabajadores júniores a séniores. Temo que el diploma del curso no constituya un nimbo de líder.
Imagen: Startup Leadership Program.
Quizá, los directivos, en el siglo XXI, habrían de cuestionarse sus creencias y modelos mentales por si hubieran de cambiar también, entre tantos cambios que vivimos: sería el auténtico cambio cultural pendiente en las empresas. Aquí, por cierto, conecto con algo en que insistía hace poco un prestigioso consultor y coach, Carlos Herreros, a través de quien sigo con interés algunas novedades relacionadas con el progreso del management. Él nos hablaba de los denominados “memes” (término introducido por Richard Dawkins hace varias décadas), unidades o elementos de difusión cultural (ideas, costumbres, conceptos…), y subrayaba que, una vez instalados en nuestro cerebro, pueden manifestarse como una especie de incuestionable verdad revelada. Temo yo, sí, que en caso necesario resulten difíciles de neutralizar sin reprogramar el cerebro, como si de un virus en nuestro PC se tratara; habremos de estar atentos a los avances de la neurociencia.
Bienvenido sea todo descubrimiento que nos mueva a revisar y cuestionar nuestras propias creencias y valores, tras los mejores resultados de nuestro esfuerzo, en términos empresariales y de satisfacción de todos. Sin ánimo de generalizar, porque hay en verdad directivos ejemplares en sus puestos, quizá el culto al ego de otros esté resultando excesivo, como engañosa su autopercepción, especialmente en lo referido al conocimiento técnico atesorado, y engañosa asimismo su percepción sobre la capacidad de los trabajadores. Cada organización es única, pero quizá hoy hemos de situar en no pocos casos el conocimiento técnico en los trabajadores del saber, practicantes del aprendizaje permanente cotidiano.
El statu quo de los directivos en la relación jerárquica parece a menudo intocable, y aun reforzado por la predicación del liderazgo; pero tal vez las distancias jerárquicas habrían de reducirse para abrir espacio a la manifestación del capital humano. La neurociencia nos irá dando más pistas, pero parece encajar aquí, sí, la teoría de Dawkins, desarrollada luego por algunos otros autores. Herreros destaca la velocidad o intensidad con que se transmiten o contagian los memes, es decir, las unidades de información cultural, y en verdad podría pensarse en medios extraordinarios al servicio de la replicación, más allá de la potencia de los medios de comunicación de nuestros días.
Aunque una idea sea falsa, desacertada o dañina, puede difundirse muy bien, e incluso mejor que otra más beneficiosa o acertada, y cabe pensar aquí, desde luego, en un vehículo para los intereses de los poderosos. Existen modas y visiones pasajeras, pero hay elementos culturales muy arraigados —también en las empresas, y en defensa del statu quo—, y ciertas modificaciones o evoluciones, por idóneas que resultaran, podrían llevar mucho tiempo y habrían de contar con personas que cuestionaran las cosas con tenacidad. (Obviamente, en las empresas los trabajadores están condicionados por la amenaza del despido, en un escenario de millones de desempleados).
Observando las ponencias, los libros y los artículos ofrecidos por muchos directivos, creo apreciar en ocasiones una cierta obsesión por subrayar la necesidad de motivar a los subordinados para que trabajen. Los asistentes a las ponencias, como los lectores de los libros, parecen aplaudir la idea de que los trabajadores no trabajarían, o no lo harían debidamente, sin un jefe-líder que lo consiguiera; parecen aplaudir la idea, explícita o tácita, de que el mérito por los resultados corresponde siempre al jefe. La idea se realimenta y se propaga, en beneficio de la creencia imperante: son los referidos memes.
Por su parte, algunos responsables de formación parecen arrogarse el mérito por lo que los trabajadores han aprendido, y aun desean formalizar o controlar el denominado aprendizaje informal; algunos responsables de calidad parecen atribuirse el mérito por lo que los trabajadores hacen bien… Eso a pesar de que hoy la calidad no parece relacionarse con hacer bien las cosas y satisfacer al cliente, sino con seguir un procedimiento previamente establecido como más idóneo, cualquiera que sea la circunstancia.
El directivo puede verse a sí mismo como protagonista de logros colectivos que le corresponde capitalizar o, asimismo, como encargado de conseguir que los colectivos alcancen sus logros, es decir, como preciso catalizador del proceso; pero parece imperar el liderazgo capitalizador: el lector tendrá su propia percepción de lo que impera, como de lo que resulta más adecuado. Ahora permítanme dar un salto astronómico.
El heliocentrismo parecía cuestionar tanto el geocentrismo como el antropocentrismo, y tardó unos 20 siglos en imponerse…; pero solo al primero, porque no parece que el antropocentrismo se viera finalmente afectado. El ser humano sigue pareciendo el centro del universo, como parece ser el directivo el elemento cardinal del mundo empresarial…, a pesar de que en los inicios, en los tiempos de Taylor y los Gilbreth, se enfocara especialmente al trabajador.
En nuestros días los trabajos se llevan a cabo más con la cabeza que con las manos, pero se llevan a cabo, como siempre, por los profesionales técnicos de cada área, hoy más inteligentes y formados que nunca antes. Bien está enfocar al directivo, cuyo papel resulta cada día más complicado y cardinal cuando se asume, pero sin reducir a los trabajadores expertos a la condición de meros seguidores o recursos, ni hurtarles el protagonismo que, en su caso, les corresponda.
Poner topes al protagonismo (fruto de su inteligencia, iniciativa, creatividad, conocimiento, compromiso, responsabilidad…) del trabajador del conocimiento sería como entorpecer las manos a aquellos trabajadores del taylorismo. Pero si nos empeñamos en decirles qué se ha de hacer y cómo, harán eso y quizá solo eso, y no mejorará la productividad. Allá donde proceda por el alineamiento de la organización con la economía del saber y el innovar, catalicemos la mejor expresión del capital humano. Ya saben: si lo desean, lleven su propia reflexión, seguramente más acertada, a las realidades específicas que les rodean. Yo les agradezco su atención y sé que las cosas son más complejas en la práctica; pero el capital humano, nutrido mediante tantos esfuerzos de formación, ha de aflorar.
José Enebral Fernández
Consultor y conferenciante
jenebral@yahoo.es