El efecto Zeigarnik y el carpetazo prematuro
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Recordemos que el efecto Zeigarnik apunta al hecho de que todos recordamos bastante bien lo relacionado con las tareas inconclusas, pendientes de rematar, y tendemos a olvidar lo relacionado con aquellas otras a las que, por supuestamente terminadas, hemos dado carpetazo. Parece natural y simple, incluso saludable; pero genera algunas cavilaciones. Situados en el escenario escolar, acaso muchos estudiábamos para obtener buenas calificaciones; una vez conseguidas puede que nos sintiéramos, por decirlo así, con libertad para arrinconar los conocimientos adquiridos y dispuestos a incorporar nuevos.

No es que los conocimientos se perdieran tras los exámenes, pero quizá muchos se sumergían en la memoria y, fenomenología intuitiva aparte, había que ir a buscarlos a los libros o apuntes en caso necesario. Por supuesto, no cabe olvidar el esencial, trascendental, decisivo componente educativo: la disciplina, el razonamiento, la responsabilidad, las relaciones, la comunicación, las fortalezas, los valores, las virtudes… De estas cosas no se nos examinaba formalmente, pero diríase que era lo que en mayor medida quedaba visible: no les dábamos carpetazo.  

Lo de la tarea acabada y el carpetazo —acaso en ocasiones prematuro— también nos lleva al cardinal asunto de la innovación en productos y servicios. Si algún creativo, dando una especie de salto cuántico, se adentra en la terra incognita del conocimiento y contribuye a innovar, no debería dar el objetivo por alcanzado, porque siempre se puede mejorar. Si no lo hace uno, lo hará otro, y aquí cabría traer algunos ejemplos:

  • Horno de microondas de Raytheon-Amana. Tenido por elemento de lujo en USA en los años 70 (casi al final de la década había cuatro hornos por cada cien hogares), fue pronto abaratado-popularizado en Japón (paralelamente, eran allí dieciséis las unidades por cada cien hogares) por fabricantes como Sharp, Sanyo o Matsushita.
  • El fax. Su tecnología se desarrolló en Estados Unidos como complemento del servicio telefónico, aunque se cuestionaba su comercialización. Fueron de nuevo las compañías japonesas las que invadieron el mercado de terminales, no propiamente compitiendo con el teléfono, sino con los servicios de mensajería y correo ordinario.
  • Máquinas domésticas de coser. Cuando ya se apreciaba un cierto declive (años 70), Singer introdujo inteligencia electrónica para automatizar el uso, a la vez que se alineaba con las expectativas y necesidades reales de los usuarios (típicamente amas de casa, sí): un acierto que animó el mercado. Eran los años de las nuevas tecnologías de la información, que también llegaron, por ejemplo, a la seguridad en la banca.
  • Seguridad en la banca. Habían acabado los tiempos de la tecnología mecánica de cajas fuertes, de las que veíamos en películas de forajidos del oeste americanos, como los legendarios Butch Cassidy y el Sundance Kid, entre muchos otros. Diebold (compañía que había presidido el famoso Eliot Ness mediado el siglo XX) lideró la revolución electrónica, para encarar las nuevas necesidades; fue pionera, por ejemplo, en la producción de cajeros automáticos.

La tarea de innovar no termina nunca —no cabe carpetazo alguno— porque, como en el aprendizaje permanente, viene a constituir un proceso y no tanto esporádicos sucesos. Quizá es el momento de aceptar que no siempre tenemos claro cuál es la tarea y cuándo termina. Acaso tendemos a dar carpetazos prematuros; a confirmar este efecto que nos ocupa, el que en los últimos años 20 del siglo pasado estudiara la psicóloga soviética Bluma Zeigarnik (1900-1988), mientras colaboraba en la Universidad Humboldt de Berlín con el profesor Kurt Lewin (que luego se daría a conocer como ilustre gestaltista).

Por seguir enfocando a nuestra psicóloga —personaje muy singular, de mirada y pensamiento penetrantes—, añadamos que los Zeigarnik volvieron a Moscú en 1931, donde Bluma trabajó con el gran psicólogo Lev Semyonovich Vygotski y además se reencontraría con el maestro Lewin. Su trayectoria posterior (incluida la colaboración con Alexander Luria, uno de los padres de la neurociencia cognitiva) merece gran reconocimiento, aunque le llegaría ya en la tercera edad.

En definitiva, parece bueno que definamos cuándo alejar la atención de una tarea y esconderla en la memoria. Por volver a lo de la educación, diría que no salimos suficientemente educados (desarrollados) del colegio y la universidad, y ni siquiera somos bien conscientes de ello. En mi tiempo y especialidad, temo que nos faltó empatía, pensamiento crítico, autoconocimiento, autocontrol, perspectiva sistémica, flexibilidad, integridad, comunicación oral y escrita, humildad, prudencia, afán de logro, conciencia política, trabajo en equipo, sensibilidad artística…

Seguramente el lector interesado seguirá reflexionando por su cuenta. Acaso pensando que en todo se puede mejorar; que no se terminará una tarea que no se empieza; que la educación es tarea permanente; que buscar información no se limita a aquello que refuerza nuestras tesis; que un análisis no es concluyente cuando parte de premisas falsas o contiene inferencias equivocadas; que la inexcusable tarea del autoconocimiento no acaba nunca… Sin duda y si tiene fin, completada la tarea podemos dar un cierto carpetazo; pero no antes.

José Enebral Fernández


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