La retórica del optimismo corporativo
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De características diversas, se generan algunas retóricas destacables, entregadas a la grandilocuencia y abundantes en metáforas, eufemismos y otras figuras, acaso mezcladas estas con algún delirio. No faltará quien sitúe aquí la retórica política de los mítines o las comparecencias, la muy particular trumpiana, la comercial de los negocios y, claro, la del clero en los ambones y fuera de ellos; sin embargo apuntamos ahora sobre todo a la movilizante, energizante, optimista que se despliega en no pocas grandes organizaciones, incluida la de algunos consultores y coaches en mensajes de autoayuda para trabajadores y directivos.

En las convocatorias —internas y externas— al personal, y entre la variedad de temas enfocados, se vienen preconizando las emociones y actitudes positivas, el compromiso, la resiliencia, el afán de logro, el orgullo de pertenencia, el desarrollo profesional, la excelencia, la audacia y, en suma, el optimismo en toda su extensión. Son mensajes de aliento y motivación, con que se nos insta a quedarnos con el lado más favorable, atractivo o ambicioso de las cosas; lo demás resulta oscurecido, sorteado. No, no se puede cuestionar lo adecuado-necesario de impulsar la energía tras los resultados, aunque puede que convenga reflexionar más sobre algunas posibles sombras de este optimismo tan aplaudido, tan postulado y a veces tan artificial.

Recuerdo una multinacional que incluía el orgullo de pertenencia —era una época en que se empezaba a hablar mucho de valores— en su lista de valores corporativos. Como el presidente hubo de dimitir por un tema de corrupción, en los pósteres se modificó aquello y se habló ya simplemente de “espíritu de pertenencia”. Asimismo y de unos años después, recuerdo a un conferenciante sosteniendo que la alegría debía ser un valor a cultivar en las organizaciones. La charla abordaba el liderazgo y asentí al oír que no cabría hablar de este sin que se materializara el éxito perseguido; pero en verdad me produjo reservas aquello de la alegría, sí.

A mi modo de ver, tal sentimiento —la alegría— debía superar algunos obstáculos corporativos… En la reflexión de entonces pensé que, si uno hacía las cosas bien, iba a deberse a los mensajes-consignas del área de Calidad; que, si uno sabía mucho, iba a deberse a los oportunos cursos que orquestaba el área de Formación; que, si uno presentaba buenos resultados, iba a deberse al efectivo liderazgo de su jefe; que, si uno tenía buenas ideas, iba a deberse a las campañas del área de Innovación; que, si se disfrutaba un buen clima laboral, iba a deberse a las políticas del área de Recursos Humanos… O sea, que la organización tendía a empequeñecer a las personas. La cosa era más compleja y mi visión sería entonces (quizá aún hoy) parcial y estrecha; pero eso pensé, sí.

Entendido con amplitud, el optimismo viene a constituir, cierta y naturalmente, la consigna nuclear en el mundo empresarial; tanto para establecer metas u objetivos (dimensión del futuro), como para evaluar situaciones cotidianas (dimensión del presente). Pero la verdad se empareja con el realismo y este se lo reservan seguramente los altos ejecutivos, que cuentan con más información. Diríase que los subordinados han de ser, en general y de modo inexcusable, optimistas; si alguno advirtiera repetidamente dificultades, inconvenientes o peligros, podría ser pronto etiquetado de pesimista, negativo, contracultural.

Más recuerdos. Del principio de este siglo recuerdo, por llamativo, el caso de una empresa de e-learning que proclamaba, en notas de prensa, una facturación de 30 millones de euros para dos años después, y luego se quedó exactamente en la quinta parte (6 millones, sí). O el caso de una conocida bodega de vinos de mesa que, también en los medios, proclamó que conquistaría el mercado estadounidense, que compraría bodegas riojanas, que llegaría a ser una de las mejores bodegas internacionales porque tenían “vino y talento”… Lo que supimos luego es que sus propietarios la vendieron tres años después, muy por debajo de lo que les había costado.

En ocasiones posiblemente artificial, habría tal vez que modular siempre el optimismo, como asimismo la retórica que lo alienta. Uno puede por ejemplo topar en Twitter con la idea de que “el optimista da lo óptimo de sí mismo, y el pesimista da lo pésimo”, y es que en verdad se dicen cosas atrevidas. Como es sabido, la toma de distancia sobre el pesimismo no nos situaría en el optimismo ciego, sino que el sentido común defendería el realismo, y lo haría sin mermar la deseable actitud generativa. Realismo, para ver las cosas lo más próximo posible a como son; para tomar conciencia de las dificultades y encararlas con alguna garantía.

El realismo no demanda una retórica persuasiva, sino información, sentido común, objetividad, pensamiento crítico, perspectiva, amplitud de miras, buen juicio… No cabe esperar que renunciemos a las emociones positivas pero, si el lector asiente, estas no deberían desplazar o neutralizar la razón, que habría de estar siempre presente, incluso acompañada de la intuición genuina. Cuando, para alentar el optimismo, nos ponemos retóricos, grandilocuentes, y hasta desplegamos inferencias caprichosas para llegar a las conclusiones convenientes, entonces nos alejamos de las realidades; es decir, alejamos a la audiencia de las realidades, la alejamos de la verdad, la engañamos. Y no, no vale, por extendida que la práctica pueda hallarse.

¿Y qué decir de los discursos de autoayuda? Sí, algunos pueden resultar valiosos; pero, en el caso que nos ocupa —las organizaciones—, podrían constituir una suerte de complemento a los mensajes movilizadores oficiales y hasta nutrir un cierto sociocentrismo narcisista, autorreferencial, del colectivo. El mensaje de autoayuda alienta el pensamiento positivo, pero suele estar más cerca de subjetivar que de objetivar. En todo caso, no nos lleva muy lejos dividir el pensamiento en positivo y negativo; el pensamiento es complejo: conceptual, conectivo, analítico, inferencial, sistémico, inquisitivo, sintético, argumentativo, exploratorio, creativo… Resulta “crítico” que estos procesos cognitivos se desplieguen con independencia y rigor, con objetividad y reflexión, y por eso se predica el “pensamiento crítico” y debería alentarse ya en la etapa escolar.

Produce especial reserva la muy optimista retórica del liderazgo, porque parece olvidar el desastre a que han conducido numerosos líderes, dentro y fuera del mundo empresarial. Desde luego se pone mucho empeño en salvaguardar la mejor imagen del liderazgo; pero habría de sostenerse claramente que el liderazgo no es bueno en sí mismo, sino en función de los resultados a que conduce y de los medios que utiliza. Cada caso es único, pero cuidado, sí, con los líderes. Se ha definido una lista de habilidades personales del líder y, en referencia a ellas, parecen otorgarse certificaciones de liderazgo; pero se han de seleccionar de modo idóneo las metas y elegir igualmente bien los caminos.

En definitiva, habríamos de ajustar la retórica, al menos para no incurrir en exageraciones poco saludables y desviaciones notables de la realidad; y tendríamos igualmente que respetar los conceptos en su significado genuino. Pero, sobre todo y desde el lado de la audiencia, cultivemos el pensamiento crítico para tomar mayor conciencia de que las retóricas especiales esconden en ocasiones intereses de cuya legitimidad —en este imperio de las posverdades y la manipulación— hemos de asegurarnos.

 

 

José Enebral Fernández


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