De la desaprovechada capacidad de pensar
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Hace unos diez años recibía yo una revista para directivos, no por serlo yo propiamente sino porque me publicaban artículos de vez en cuando. Recuerdo que leí un texto de otro consultor, quizá sobre responsabilidad social de las empresas, y me gustó bastante. Decidí enviar un mail al autor para decírselo. Al poco tiempo, me respondió una señorita, acaso su secretaria, diciendo que el “pensador español” agradecía mi mensaje. Más tarde ya tendría con aquel prestigioso consultor y conferenciante una cierta relación de saludo al coincidir en eventos de management, pero me quedó grabado aquello de “pensador”.

Me parecía que todos debíamos ejercitar más el pensamiento en nuestro desempeño profesional, de modo que hacerlo no fuera tan raro. Desde unos cuantos años antes se venía diciendo que estábamos en la era y en la economía del conocimiento, y uno era partidario de desplegar con esmero el pensamiento, para hacer el mejor uso de los conocimientos atesorados. Era, por ejemplo, preciso extraer las más oportunas inferencias en cada caso; pero el pensamiento inferencial —inferir sobre lo que sabemos— era solo una parte (importante, sí) del todo.

Por entonces, me decidí a abrir el abanico: pensamiento conceptual, analítico, sistémico, lógico, sintético, conectivo, argumentativo, divergente, exploratorio, inferencial, crítico, abstractivo, inquisitivo, estratégico… Uno se sentía especialmente pensador crítico, aunque lo que tenía en mi entorno era una cierta fama de crítico a secas; pero no buscaba sobre todo fallos o errores, lo que buscaba eran verdades y no me valía que me las dieran ya encontradas. Trataba de contrastar las cosas, sin quedarme solamente con lo que venía mejor a mis argumentos o propósitos.

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Empezábamos ya, como se recordará, a estar rodeados de mucha información, pero uno no podía fiarse de toda ella; había que traducirla a conocimiento con grandes cautelas. De hecho, uno debía cuestionarse a sí mismo, porque la percepción de las realidades circundantes dependía bastante de nuestros sentimientos, de nuestra educación, de nuestras creencias, de nuestros valores, de nuestros intereses… El mismo hecho puede ser percibido de distintas maneras y debemos —debíamos— ser todos más conscientes de ello.

Me parecía que en general éramos algo estrechos de mente, y que pensábamos poco y mal, aunque sí se percibía en las organizaciones un cierto pensamiento graciano en el ambiente. Me sorprendía que a este pensamiento de Gracián se le hubiera llamado “prudencia”, pero también se llamaba entonces liderazgo a lo que se ejercía sobre subordinados jerárquicos y no sobre seguidores voluntarios; o se llamaba calidad al mero seguimiento de unas normas procedimentales, no siempre las mejores. Luego se ha seguido con un cierto lenguaje ad hoc para las empresas y, por ejemplo, aplaudimos (Michael Jensen fue premiado por ello en nuestro país, en 2011) la idea de que los dirigentes son íntegros si, simplemente, mantienen la palabra dada mientras puedan, lo que parece permitir la condición de íntegros y corruptos a la vez.

Pero las cosas estaban cambiando a principio de siglo, y ya los jefes no podían ser los que más sabían (de lo técnico). El aprendizaje permanente exigía tiempo y los directivos debían (en teoría) aplicar el empowerment y pensar en el futuro. Buena parte no lo hizo bien, o ahora parece que no lo hizo bien. Desde luego los directivos se reunían a pensar, acaso para dar la imagen de estar reunidos y no de estar pensando… Uno siempre creyó que se pensaba mejor en solitario y que, digamos, simplemente había que disimular cuando te pillaban.

Pero ¿adónde voy a parar? Al cultivo del pensamiento. En eso estábamos. Ahora, cincuenta años después, creo que en el colegio debíamos haber aprendido menos cosas de memoria y, en cambio, haber empezado a cultivar el pensamiento. Aquellos eran otros tiempos y además mi colegio era religioso; de modo que doy por buena la educación recibida. Pero… podía haber sido mejor. En la misa diaria obligatoria yo pensaba en todo menos en la misa; pero no era un pensamiento muy útil. Estaba impregnado del miedo a que me sacaran a la pizarra, de las tareas no completadas…

Hace falta una idónea educación en la pubertad y la adolescencia, y no sé si la estamos desplegando debidamente, en lo cognitivo y lo emocional. Quizá lo esencial es ver las cosas como realmente son y no como nos gustaría que fueran. Luego, a partir de premisas acertadas, hay que cuidar las inferencias…

Recuerdo que, hará tres o cuatro años, llegó a mis manos un libro de cierto éxito que, ya al principio, venía a decir que todos éramos incompetentes porque estábamos siempre en proceso de aprendizaje, y que gestionar personas era básicamente gestionar incompetentes. Esta era la premisa y sobre ella se construía el mensaje a lo largo de las páginas. Yo me quedé atascado en aquella afirmación que no me convencía y ya no pude leer detenidamente el libro. Pensaba yo que estar siempre aprendiendo nos permitía precisamente seguir siendo competentes en nuestro puesto. Por otra parte, recordé el principio de Peter y que quizá la competencia falla más por arriba.

En efecto, si uno no se para a pensar, quizá le pueden manipular más fácilmente. No falta quien sostiene que el liderazgo es, en buena medida, manipulación y uno piensa a veces que lo es en toda la medida; pero el pensamiento es bastante más que un instrumento defensivo para trabajadores y ciudadanos. De poco nos servirían los conocimientos si no los aplicáramos con esmero, con cuidado, atentos al entorno y las consecuencias. Hemos de cuidar las interpretaciones, los análisis, las síntesis, las analogías, los conceptos, los argumentos, las consecuencias, las causas…

Volvamos al colegio. En mi pubertad era más sencillo gobernarnos sin explicaciones, porque ya habríamos podido cuestionar algunas. La presión y el rigor eran excesivos (vistos hoy) pero acaso muy positivos, porque nutrían nuestra autodisciplina; pero es que, en general, quienes tenían algún poder no se sentían entonces obligados a dar explicaciones. En ese ambiente, en esa cultura, fuimos educados en los años sesenta.

Puede que tampoco hoy se hagan las cosas suficientemente bien en la educación, y cabría mejorar, como decíamos, lo cognitivo y lo emocional. Desde luego, habría que impedir que se nos atrofie el pensamiento y habría que catalizar la asunción de la mayoría de edad en lo del pensar y el sentir. No podemos fiarnos de los líderes y hemos de protagonizar nuestras vidas, como también habríamos de protagonizar nuestro trabajo en la economía del saber.

José Enebral Fernández


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4 Responses to "De la desaprovechada capacidad de pensar"

  1. Alberto López  22 junio 2015

    Hola Pepe,

    Como siempre magistral artículo. Ayer ví un documental que me recordo algunos de los temas que tocas habitualmente y es precisamente sobre el sistema educativo. Creo que te puede gustar.

    https://www.youtube.com/watch?v=-1Y9OqSJKCc

    Lo publicaré tal vez una de estas semanas.
    Un fuerte abrazo

    Alberto

  2. Pepe  24 junio 2015

    Muy oportuno, Alberto. En aquellos años 60 míos, en aquel tiempo y lugar, temo que la educación era peor que ahora en bastantes aspectos… Aunque, claro, no se podía cuestionar. Eran, sí, los mios (de mi generación) otros tiempos y otra sociedad. Gracias, le he echado un vistazo, pero volveré sobre este vídeo.

  3. Mauricio Chacón  26 junio 2015

    Don José, saludos desde Costa Rica, excelentes palabras sobre la economía del saber.

    Es necesario detenerse y evaluar las posibilidades del tiempo que dedicaremos a una actividad (previamente seleccionada) y que la misma tenga las características de ser parte del éxito que buscamos.

    Hasta pronto.

  4. Pepe  15 julio 2015

    Gracias, Mauricio, y un saludo desde Madrid con mis mejores deseos. Confiemos, sí, en que la nueva era del conocimiento y la innovación progrese para bien de todos. José Enebral.

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