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un articulo sobre coachingEl ciego de nacimiento puede la luz,

los colores, imaginar; pero si pudiera

ver el nuevo día nacería el

sentido.”

En Torquato TassoGoethe.

Todos los que lidian con personas –integradas o no en una organización– ya se habrán interrogado, por cierto, sobre el origen de los factores diferenciadores: ¿qué hará que algunos se vuelvan mejores que otros?; ¿qué determinará, de hecho, que unos cuantos sean más competentes que otros? Se sabe en qué se traduce, pero raramente se conoce la fuente de donde emana el éxito. ¿Vendrá desde la cuna?; ¿serán las condiciones ambientales a las que cada uno es expuesto?; ¿las adversidades a las que se tienen que enfrentar?; ¿las facilidades que le fueron proporcionadas?; ¿la suerte?; ¿las capacidades?. ¿Y de éstas, entonces, cuáles?.

Imagen: “La muchacha en el espejo” de Pablo Picasso.

Aun: en una época de acentuadas alteraciones y mutaciones que exigen, como mínimo, un acompañamiento, muchos ya se han encontrado con la dificultad –propia y de otros– de cambiar,  de alterar formas de ser y hacer, de modo que continúen garantizando desempeños conseguidos.

Desde hace mucho, investigadores de varias corrientes científicas han buscado el denominador común de quienes tienen éxito en la vida –como en la empresa. La demanda de la formula mágica tendrá, tal vez, tantos años como el propio hombre.

El Factor Diferenciador

Definitivamente, ni el nacimiento, ni la historia personal, ni (siempre) las capacidades intelectuales, ni las habilitaciones académicas, ni incluso, a veces, el propio esfuerzo de cada uno, consiguen explicar, por sí solas, la causa de las cosas.

¿El qué entonces?. Personas con origen e historias diferentes, estilos dispares, más y menos dotadas, más y menos sabedoras, más y menos esforzadas, pueden tener en común, todas, el éxito en sus actividades.

Algunos años atrás surgió un nuevo paradigma: la ciencia comenzó a probar, entre varios otros a través del portugués António Damásio (El Error de Descartes, 1994), lo que hace mucho muchos –como Aristóteles, por ejemplo–  sospechaban: algo más allá –aunque mejor sería decir más acá– de las capacidades intelectuales, de los conocimientos académicos, etc., etc., estaba en el origen del éxito –tanto en la vida como en la profesión.

Este movimiento acabó por llevar a la aparición de un nuevo concepto: el de Inteligencia Emocional (I. E.), expresión usada por primera vez en 1993, por John Mayer y Peter Salovey, psicólogos americanos, en la secuencia, pienso, de los trabajos de Howard Gardner –principalmente de su libro “Frames of  Mind – The theory of Multiple Intelligences” (1993). Desde entonces hasta ahora, varios han sido los autores y los investigadores que sobre la materia se han inclinado y han sido innúmeros los avances, solidificándose los conocimientos y alargándose  el campo de aplicación de esta nueva inteligencia. Daniel Goleman, en 1995, divulgó y alargó (algo abusivamente, dígase) el concepto, abriéndose una nueva y promisoria forma de mirar al Hombre.

En la base del éxito personal y profesional parece estar entonces, por encima de otros, el Factor E (E, de sistema emocional), fuente, como lo comprueban ya hoy diversos estudios, de un conjunto de competencias esenciales a la gestión de uno mismo, de las relaciones y de las situaciones – esto es: de la vida, en sus diversos componentes.

Buenas Noticias

Parece, así, que hemos comenzado a aproximarnos al fin de la demanda del grial, aunque estemos bien lejos, todavía, de entender todo lo que éste encierra; de cualquier modo, haber llegado aquí es ya motivo para regocijarnos. Pero no solo por esto nos debemos congratular: se tiene hoy conocimiento también, al contrario de lo que antes se pensaba, de que las neuronas continúan naciendo a lo largo la vida y que la configuración del cerebro es pasible de alterarse, lo que da sustento a los que piensan, como yo, que la I. E. –expresión que no me gusta, pero que en este momento uso por facilidad–  es expansible, recurriendo a un término de las nuevas tecnologías.

A título de ejemplo, puede hacerse referencia a que el cerebro de Einstein (que está conservado) es mayor que la media, con la particularidad de que su cuerpo calloso se presenta excepcionalmente desarrollado, lo que cercena la hipótesis de que su genialidad se debiera a factores genéticos –o sobre todo, si se quiere. De hecho, el cuerpo calloso, que es la estructura que hace de puente entre los dos hemisferios, gana volumen a través de las ligaduras que se van estableciendo a lo largo de la vida entre zonas cerebrales situadas en lados diferentes de la corteza. Es decir, su dimensión es función de la intensidad de utilización de la mente, así como, naturalmente, del tipo de uso que se le dé –lo que tiene todo el sentido: si se practica culturismo los músculos también aumentan; si se come mucho el estómago se dilata; ¿por qué tendría que comportarse el cerebro de forma diferente?

Se puede también hacer referencia, como curiosidad, al hecho de que el hipocampo –parte del cerebro determinante en la memoria- de los taxistas londinenses está excepcionalmente desarrollado, en función de la cantidad de calles y de recorridos que tienen que saber de pe a pa. Y, dígase, antes de poder acceder a la profesión, ya que previamente son sometidos a una rigurosa evaluación de aquellos conocimientos, a través de examen –qué bueno sería si esta práctica fuera extensible a otras profesiones.

Funciones, Estructuras y Circuitos

Por otro lado, António Damásio probó, a través del estudio de enfermos con lesiones neurológicas, que cuando determinados circuitos cerebrales, ligados a las emociones, son afectados, la lógica racional, intelectual –la vulgarmente llamada inteligencia–, puede quedar intacta, siendo aún así débil el juicio –entiéndase: la capacidad de tomar decisiones y la capacidad de gestionarse a sí mismo en la interacción con el mundo real. Dicho de otro modo: alguien puede, por ejemplo, reconocer como buena o mala una determinada situación que le sea relatada o mostrada, revelándose, no obstante, incapaz de transponer eso para él mismo, lo que lo puede llevar a meterse en ella, de forma inconsciente. Las capacidades racionales están así intactas –distinción entre el bien y el mal–, pero el hecho de que el sistema emocional esté afectado impide que ese conocimiento integre el campo de conciencia, hasta el punto de haber una incapacidad de juzgar los propios actos: el enfermo no reconoce que haya cometido un error al realizar aquella acción.

Pero dejemos lo patológico y pasemos al dominio de lo normal, que es aquel que verdaderamente nos interesa. Ahora, como recuerda Goleman, “Por la lógica de la neurociencia, si la ausencia de un circuito neuronal lleva al déficit de una aptitud, entonces la relativa fuerza o flaqueza de ese circuito en personas cuyos cerebros estén intactos deberá conducir a niveles de competencia correspondientes en esa misma aptitud,”; esto es: si de una lesión en un determinado circuito –o en una zona cerebral específica– resulta, en mayor o menor medida, el prejuicio de la función que ahí se soporta, entonces la consistencia de un circuito y/o el desarrollo de una determinada zona cerebral determinará también la calidad de la función. Es decir: la calidad de una función dependerá del desarrollo de las zonas cerebrales correspondientes y de los circuitos envueltos, como creo ser fácil de entender. De aquí se deduce que si el órgano hace la función la función también hará el órgano –desconociéndose, por ahora, hasta donde.

No me resisto a recordar aquí y ahora las conclusiones de un estudio hecho hace algún tiempo atrás –además, repetido y sin que los resultados se hayan alterado significativamente– sobre los hábitos de conducción de los portugueses: la aplastante mayoría (cerca del 90%, si la memoria no me falla), de una bien significativa muestra, consideraba que en Portugal se conducía mal; aún así, cerca del 75% se excluía del universo de esos malos conductores, atribuyendo la mala conducción…¡a los otros! Y no creo que esta creencia sea exclusiva de los portugueses: culturalmente, la cuestión está casi siempre en el Otro (no Yo), sea él un sujeto individual, colectivo (como un gobierno) o incluso una institución u organización (como una empresa).

Reconocer, racionalmente, el bien y el mal no parece, por tanto, que levante problemas, residiendo el meollo en la transposición de eso a la práctica de cada uno –esto es: pasar del Otro al Yo.

Situar las cuestiones/problemas en el Otro –sólo o sobre todo–, en la mayoría de los casos, no es más que una transferencia de responsabilidades y, por tanto, un descanso para el Yo –consciente o inconscientemente.

La Gestión Inteligente del Sistema Emocional

Dije hace poco, de pasada, que no me gustaba la expresión Inteligencia Emocional, dudando incluso de que ésta exista, excusándome aquí y ahora, al no ser necesario, de entrar en pormenores; pero hay fuertes indicios, eso sí, si no incluso pruebas, de que una gestión inteligente del sistema emocional (que podrá traducirse en el desarrollo de ciertas zonas cerebrales y de ciertas ligaduras entre zonas, así como en el aumento, como refiere A. Damásio, de la consciencia –en el sentido de la palabra inglesa consciousness) es esencial a algunas competencias –entre las cuales se encuentra, por ejemplo, la capacidad de tomar decisiones, sobre la cual tanto se inclinó aquel autor y tan determinante es para los gestores.

La mayor parte de los comportamientos cotidianos ocurren de una forma mecanizada, sin ninguna interferencia, en aquel momento, de una voluntad explícita, y muchos son hasta automáticos e inconscientes, no raras veces sorprendiendo incluso a sus autores. Por otra parte, se sabe también cuán difícil es, en ciertas ocasiones, hacer que algunas personas tomen conciencia de los actos cometidos y de su porqué, y cómo más difícil es todavía conseguir cambiar algunos comportamientos, incluso cuando se manifiesta quererlo. Ahora, esto no corresponde a más de lo que, por un lado, a nuestro sistema emocional a tomar cuenta de nosotros y, por otro, a la lucha entre la racionalidad –reconocimiento de un determinado comportamiento y subsecuente voluntad de alterarlo– y la parte emocional –responsable de tales comportamientos. Simplificadamente, puede decirse que el eje de la gestión inteligente del sistema emocional es precisamente este enfrentamiento entre los dos sistemas, para conseguir que funcionen de forma más armoniosa, permitiendo así una mejor potencialización de las capacidades disponibles, de modo a convertirlas en competencias; y, todavía, a que estén más de acuerdo con lo que sea la voluntad expresa de cada uno –podemos dejarnos llevar por una determinada emoción o sentimiento o gestionar ese estado de espíritu, sacando incluso partido de él.

El Paraíso Prometido

Cuando estas cosas comenzaron a ser más habladas por aquí, como de costumbre, pronto se convirtieron en una moda (1999/2000), apareciendo también unos cuantos predicadores iluminados; como muchos, piqué en el anzuelo, asistiendo a diversos Seminarios y similares, lo que me sirvió para oír verdaderos disparates. Comparto uno con vosotros: por una pareja de consultores de renombre, cuyo nombre prefiero omitir, tuve conocimiento, por ejemplo, de que a partir del descubrimiento del I. E. pasaríamos a ser todos más felices, a llevarnos mejor y que el mundo sería de color de rosa, lleno de amor y comprensión; calmo, fui registrando la información transmitida, interviniendo sólo al final del Seminario para hacer una simple pregunta a los competentes oradores: “¿será que podemos considerar al célebre D. Juan emocionalmente inteligente?” Cogidos por sorpresa, se miraron a ver quién respondería; tartamudearon después, hasta que el más osado se vio forzado a decir que sí, ante una asistencia que se dividió entre los que entendieron mi cuestión y los que allí vieron caer por tierra la posibilidad, construida a lo largo del día, de haberse encontrado finalmente la receta para hacer del mundo más  peace & love: ¿entonces D. Juan, que a tantas mujeres sedujo, exploró e hizo infelices, podía ser considerado, por los doctos consultores, como emocionalmente inteligente?

Algunas ilaciones se pueden retirar de aquí –todas conclusiones claras como el agua–: que una cosa son las capacidades y otra la forma de usarlas; que no se deben mezclar conceptos científicos con juicios morales; y que mucha gente habla, pero, infelizmente, un buen número no sabe verdaderamente lo que dice. Así, si el (la) lector(a) se interesa por este fascinante tema, no se engañe con las parras y busque antes las uvas, porque en éstas es donde está el zumo.

Una Inversión Segura

Si, además de simplemente interesarse, considera todavía la opción de hacer alguna cosa para volverse emocionalmente más inteligente, a partir del Yo –sea cual sea el nivel en el que ya está, como cualquier campeón  que quiera ir más lejos– , sepa que es una excelente inversión, con retorno garantizado; no sé si se hará más feliz, pero tengo la certeza de que mejorará en sus desempeños –aunque convenga tener presente que, si ese fuera el sueño, para alcanzar la luna lo mejor sería conseguir antes una plaza en un cohete, debiendo fundadamente desconfiar de quien se la promete.

¿Cómo hacer entonces?. En las librerías se encuentran excelentes libros que le podrán dar una buena ayuda –si se lo toma en serio–; pero mejor será frecuentar acciones de formación comportamental, desarrolladas por consultores sabedores, honestos y experimentados –que también los hay en el mercado. O entonces, podrá recurrir todavía a un programa individual, diseñado a su medida –un buen Coaching, por ejemplo, conforme la metodología utilizada, directa o indirectamente, tiene la obligación de dar una fuerte contribución al desarrollo de una gestión más inteligente de las emociones. Hablo de un Coaching profesional y competente –porque como la cosa está de moda, muchos son los surfistas que quieren cabalgar la ola.

Pero prepárese: la caminata podrá no ser tan rápida y, a veces, podrá tener hasta momentos algo dolorosos. Tal vez por eso tantos pasen a lo largo, en este nuestro tiempo más dado al corto plazo, a la superficialidad y tan opuesto a todo lo que no tenga, desde luego, un componente de placer –como si algún campeón lo hubiera conseguido ser, y como tal mantenerse, sin entrenamiento y una buena dosis de sacrificios, o, lo que es lo mismo, de sufrimiento.

António Damásio dice que sentir no es saber (que se siente), acostumbrando yo a añadir que saber (también) no es sentir. La puerta de entrada a una gestión inteligente de las emociones es, sin duda, el sentir –si no se reducen emociones y sentimientos solo a lo que está ligado al placer–; pero la llave es el saber –lo que se siente y cómo se puede utilizar la racionalidad y unas cuantas técnicas para más eficientemente gestionarnos  y, así, la vida, en la cual se incluye, naturalmente, la parte profesional. Pero es sabido que el enfrentamiento con nosotros mismos (YoYo) y con lo que no nos gusta de nosotros no es, propiamente, una fuente de placer, aunque sea un ejercicio imprescindible para quien quiera mejorar.

Una Necesidad Imperiosa

Todos nosotros hemos sido ya traídos por nuestras emociones y sentimientos, como aun, si seríamos capaces de ser honestos, nos encontramos también con la dificultad –cuando no incluso con la imposibilidad– de, solitos, conseguir alterar ciertos comportamientos que se revelan inadecuados o que no nos facilitan los desempeños. Añado: quien anda en esta vida de las organizaciones sabe bien que un elevadísimo porcentaje de las quejas se centra precisamente en los aspectos comportamentales, como lo revelan hasta la saciedad las evaluaciones de desempeño; los problemas no residen tanto al nivel del saber-saber o del saber-hacer, sino mucho más al nivel  del saber-ser –que, además, condiciona sobremanera a los dos primeros. La profesionalidad, por ejemplo, es, antes de todo, una cuestión de actitud –y las actitudes, que nos remiten a la gestión inteligente de las emociones, son función del dicho Factor E.

A propósito, confieso que entiendo mal cómo del diagnostico (evaluación) se pasa tantas veces a la punición –adopte esta la forma que adopte–, ignorando la posibilidad de un plan de mejora –entiéndase: corrección de comportamientos y actitudes, yendo a los orígenes, de modo que se consigan cambios significativos y duraderos. O que cuando aquel plano existe, en la mayoría de las situaciones, sea dejado a cada uno su desarrollo: ningún entrenador deportivo, habiendo detectado un determinado déficit en un atleta lo abandona a su suerte, haciendo antes con él un trabajo específico o entregándolo incluso a un especialista, que sepa mejor cómo ayudarlo en aquel aspecto particular –por supuesto estoy hablando de profesionales.

Corriendo el riesgo de ser tomado por sospechoso, por tendenciosamente poder estar barriendo para mi casa, creo, sin embargo, ser uno de los problemas de la sociedad actual –sea en las organizaciones o a un nivel más amplio, donde se incluye, por ejemplo, el político– un acentuado déficit actitudinal, que resulta de una deficiente gestión inteligente del sistema emocional, con fuertes reflejos en un cotidiano relleno de episodios que lo ilustran bien. Es así, para mi, imperioso que haya una fuerte inversión en la mejora de ese Factor E, si se pretende que alguna cosa cambie de forma significativa y duradera.

Aun así, parece ignorarse este hecho, continuando con la insistencia en demasía en una formación llamada operacional –que tal vez mejor debiera ser llamada instrumental–; ¡ahora ningún hacer resiste mínimamente al primer percance si no está bien sustentado en el ser! Por eso es por lo que, pese a la inversión que muchas organizaciones incluso hacen, los resultados son tan mediocres. Como dice Max De Pree (Liderar Es Un Arte, 1984), “Lo que podemos hacer (con consistencia, añado yo) es meramente una consecuencia de lo que podemos ser”; diferenciándonos así, verdaderamente, de los sistemas mecánicos que, estos sí, hacen tan solo aquello para lo que fueron programados…operacionalmente –y, claro, puesto que de que no haya factores perturbadores, bajo pena, entonces, de que las respuestas dejen de ser adecuadas.

Y todo esto no es una cuestión del Otro: es una cuestión del Yo. Cada Otro no es más que un Yo cualquiera de alguien; ¿si cada Yo apunta hacia el Otro qué cambiará entonces?

Fausto Marsol *.

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* Consultor en Desarrollo Organizacional y Profesional, autor de Maquiavelo para Gestores Contemporáneos (Editorial Corona Borealis, Marzo 2010).

** Revisión del castellano de Javier Rodríguez Casado. jrodriguezcasado@hotmail.com


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